¿Por qué necesitamos pertenecer a un grupo?

En los años 1950 un grupo de personas comenzó a congregarse en torno a Marian Keech, una mujer que decía recibir mensajes de unos supuestos Guardianes del Espacio Exterior. Cuando el grupo se fue ampliando y llegó a ser conocido como el Grupo Lake City, estos seres extraterrestres informaron a su canalizadora de que en una fecha determinada un cataclismo en forma de inundación cubriría la mayor parte del continente americano. Sus seguidores se prepararon para una evacuación en platillo volante que tendría lugar en una noche de nieve. Esperaron y esperaron en vano hasta la madrugada bajo una gélida helada, pero el platillo nunca llegó.

La decepción que sufrieron los miembros del Grupo Lake City no ha sido, desde luego, la primera vez en la historia que un conjunto de personas creen fanáticamente que sucederá algo que nunca ocurre. La diferencia es que, en esta ocasión, había psicólogos infiltrados dispuestos a investigar cómo reaccionarían los integrantes ante el fallo de la predicción.

Pues bien, lo que ocurrió no fue lo que el sentido común predecía. La reacción de la mayoría fue afianzarse más en sus creencias y empezar a divulgarlas con más fuerza de lo que lo habían hecho hasta entonces. De hecho, los integrantes del grupo se dedicaron al proselitismo con tanto ahínco que consiguieron aumentar el número de miembros.

Desde el principio los investigadores tuvieron claro a qué se debía el fenómeno. Los miembros de la organización habían renunciado a sus empleos y se habían deshecho de valiosas posesiones con el fin de estar listos para abandonar el planeta. El único medio a su alcance para reducir la tensión que les producía haber escogido esa opción errónea era una “carrera hacia delante”: convertir a sus creencias a muchas personas. Cuanto más apoyo social consiguieran, mejor se sentirían.

El demonio grupal

Nuestro grupo de referencia nos ayuda a reducir la tensión que nos produce tomar ciertas decisiones difíciles. De hecho, ésa es una de las razones que se esgrimen para la existencia de grupos fuertemente estructurados: nos adherimos a ellos por la amplitud de su “oferta espiritual”. Por el hecho de pertenecer a ciertos colectivos adquirimos explicaciones para todas las incertidumbres del ser humano, un sentido de la vida perfectamente delimitado y normas para muchas de las actividades que desarrollamos a lo largo del día. En muchos de esos grupos se nos dice incluso cómo debemos vestirnos, qué música debemos escuchar y qué características tiene que tener la persona de quién debemos enamorarnos. Un ‘paquete’ que en muchos momentos de nuestras vidas resulta tremendamente atractivo.

Además, sentirnos parte de un colectivo nos ayuda a distinguir a nuestros enemigos. Los miembros de nuestro grupo se convierten en “uno de los nuestros” (endogrupo). Y los que no pertenecen a él se transforman en “los otros” (exogrupo). A partir de ahí, todos nuestros pensamientos quedan mediatizados por el sesgo de endogrupo: disculpamos los errores de los nuestros atribuyéndolos a la mala suerte o a las circunstancias adversas. Y subrayamos los errores de los del exogrupo porque echamos la culpa a su incompetencia o a su mala fe.

Este sesgo, además, se basa solo en lo afectivo: no necesitamos motivos racionales para sentir que alguien forma parte de nuestro grupo. El sentimiento de grupo proviene de motivos triviales: hay experimentos que muestran que, para formar grupo, nos basta encontrar a personas que votan por el mismo partido que nosotros o a individuos que visten de forma similar a la nuestra.

El grado extremo de este sesgo de endogrupo se produce cuando la persona deja de pensar como individuo. La desindividuación es el fenómeno por el cuál una persona deja de ser distinguible del resto del grupo. Cuando esto ocurre, nos desinhibimos y nos autocontrolamos menos de lo habitual. Y por eso, la desindividuación ha sido utilizada para explicar las conductas de los fanáticos religiosos o futbolísticos y los linchamientos públicos. El individuo pierde el control interno (deja de sentirse responsable de sus actos) y se convierte en alguien muy manejable. Y esto explica esa especie de locura colectiva que ha provocado algunos de los peores actos de la historia.

¿Son libres los que delegan su voluntad en otros?

Debido a fenómenos como el sesgo de endogrupo o la desindividuación, el concepto de grupo ha estado teñido para muchos estudiosos de connotaciones negativas.

Gustave Le Bon publicó en 1895 su Psicología de las multitudes, un libro en el que aventura la existencia de un “alma colectiva” en la que, una vez inmerso el individuo, se pierde la identidad. Después de Le Bon, muchos investigadores han analizado los grupos a partir de esa hipótesis. Y por eso hoy en día es frecuente escuchar términos como “lavado de cerebro” o “funcionamiento sectario” para hablar del efecto de un colectivo sobre determinados individuos. Pero desde el punto de vista científico, la controversia sobre los efectos del grupo no tiene una solución tan contundente.

Grupo sectario

El psiquiatra estadounidense Robert Jay Lifton, estudiando lo que tradicionalmente se ha llamado lavado de cerebro (conversiones a sectas, adoctrinamiento político y otros supuestos cambios de personalidad) llegaba a la conclusión de que estos métodos no afectaban en absoluto a la personalidad nuclear. Según Lifton, los individuos sometidos a estas técnicas siguen teniendo la misma tendencia al pensamiento dicotómico (las personas y los hechos sólo pueden ser buenos o malos y no existen calificativos intermedios), el mismo miedo a la incertidumbre y la misma falta de tolerancia a la frustración que antes del proceso. La diferencia es que, después del supuesto “lavado de cerebro”, poseen una ideología que justifica esta forma de ser.

Otro ejemplo de revisión del demonio grupal lo ofrece una de las grandes expertas en sectas, Janja Lalich. En su libro Bounded Choice: True Believers and Charismatic Cults defiende que la constitución de grupos emocionalmente significativos no es necesariamente un proceso negativo. Según ella, este tipo de grupos no se forman mediante engaño, privación de sueño, brutalidad o control mental, sino a través de relaciones personales llenas de dedicación y acuerdos mutuos entre miembros y líderes. Para Lalich, entrar en un colectivo de este tipo es una elección individual, aunque se produzca en el contexto de un sistema cerrado y autoritario. De hecho, las personas que deciden entrar en este tipo de grupos no tienen una especial problemática psicológica. Es más, la inteligencia, la curiosidad, la fortaleza psicológica, el idealismo, el compromiso, y una elevada sensibilidad social y política son en realidad prerrequisitos para convertirse en miembro.

Los investigadores que discuten la demonización de los grupos no niegan, por supuesto, los efectos que tienen en quienes pertenecen a ellos. Admiten que en los colectivos de vínculo fuerte se produce una implosión social que hace que los lazos externos se debiliten cada vez más hasta que el grupo se desmorona hacia adentro y los miembros se necesitan cada vez más. Pero afirman que ver esto como necesariamente negativo es propio de los valores de una cultura individualista como la occidental.

Grupos

El individualismo occidental

Las investigaciones que se hacen en las culturas individualistas como la nuestra muestran que sus integrantes suelen tener una gran ilusión de control: piensan que las cosas no ocurren por azar y son controlables., se sienten relativamente invulnerables y por eso creen que su futuro va a ser positivo y van a ser felices. Su base de pensamiento es la “hipótesis del mundo justo”: Creer que, tarde o temprano, recibimos lo que merecemos y por eso hay que luchar por obtener un justo premio individual.

Nuestro mundo occidental se hace, progresivamente, más individualista. Y por eso, poco a poco, los grupos son vistos con peores ojos: se resaltan siempre sus peores consecuencias. Pero, desde el punto de vista científico, pensar desde uno mismo o pensar desde el colectivo sólo son dos heurísticos, dos atajos mentales, que buscan alcanzar objetivos diferentes. El sesgo individualista tiene como objetivo la autonomía; el colectivista busca la seguridad. Los seres humanos disponemos de ambos recursos y los vamos usando según nuestras necesidades.