Los Reyes Católicos necesitaban apaciguar sus dominios. Así que montaron una red estatal de prostíbulos

A sus abundantes y muy distinguidos títulos, una apabullante lista en la que acumuló las condiciones de bachiller, capitán caballero, capitán real o regidor perpetuo, Alonso Yáñez Fajardo, alias ‘El Granadino’, sumó hacia 1490 la que probablemente fue su condición más rentable: la de putero mayor del reino.

Tras la exitosa campaña de 1486 y como recompensa a la ayuda que había prestado en la toma de Loja y aún prestaría hasta 1492 para hacerse con las plazas de Baza, Málaga o Almería, los Reyes Católicos decidieron concederle al bravo capitán las rentas de las mancebías del Reino de Granada.

No era mala prebenda. Y la mejor prueba es que todavía hoy, más de cinco siglos después de su muerte, a Fajardo no se le conoce tanto por su grado de oficial de los Reyes Católicos como sí por sus negocios en los burdeles. Tal peso llegó a tener en los lupanares, que con el tiempo se le ha apodado ‘el señor de las putas’, ‘putero oficial’ o ‘Fajardo Putero’, como se referían a él entre la soldadesca.

De oficio: putero mayor

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Lo más curioso no es sin embargo que Alonso Yáñez Fajardo, hijo bastardo del alcaide de Lorca, decidiese sacar tajada del pingüe negocio de los lupanares del Reino de Granada, actividad que acabó gestionando a través de administradores que favoreciendo todo tipo de desmanes. Si hay algo realmente llamativo en el caso es que lo hizo con el beneplácito de la Corte y que los suyos eran solo una gota en la red de prostíbulos que funcionó durante el reino de Isabel y Fernando.

Como recordaba hace poco el diario ABC, en Aragón y Castilla existían ya mancebías regladas, espacios en los que se toleraba aquel «mal menor» —al decir del mismísimo san Agustín— con el que se quería evitar otros problemas peor vistos por las autoridades, como el adulterio, los raptos o las violaciones. Sus católicas majestades parecieron reconocer en aquello una fórmula que bien valía la pena exportar a otras regiones convulsas. Y no dudaron en aplicarlo.

«La vinculación de las bandas señoriales y los rufianes creó un clima de conflicto generalizado muy presente en las políticas de pacificación del Reino durante el siglo XV. En este ambiente de crisis bajomedieval, comprendemos la iniciativa emprendida por los Reyes Católicos para legalizar la prostitución, promoviendo ellos mismos la creación de burdeles hasta el punto de recompensar con su monopolio a la pequeña nobleza más leal», explica la historiadora Milagros León en un artículo de 2022 dedicado a las mancebías castellanas del siglo XVII.

Señores y autoridades municipales se lanzaron a la labor de regular de forma pormenorizada los prostíbulos, lo que permitió a su vez a la Corte beneficiarse por partida doble del negocio carnal, como abunda Melagros León: la Corona pudo rentabilizarlo a su favor y lo convirtió de paso en una «válvula de escape», una forma de aplacar altercados y preservar el orden. O intentarlo, al menos.

La Corte no dudó incluso en tirar de leyes para favorecer que la prostitución se concentrase en los burdeles. En las Cortes de Madrigal de 1476 los Reyes Católicos determinaron que las meretrices clandestinas debían pagar el doble que las públicas: 24 maravedíes anuales frente a los 12 de las segundas.

Para legislar las mancebías de toda Castilla se tomaron como modelo las ordenanzas de Sevilla, ciudad que acogía el burdel más concurrido del país. El resultado fue la Pragmática de 1571, otorgada ya por el monarca Felipe II, y una regulación que obligaba a controlar el estado de salud de las meretrices o el pago del conocido como «derecho de perdices», la renta que debían pagar las trabajadoras a los alguaciles del concejo a cambio de su protección.

«Para evitar desmanes, las autoridades civiles y eclesiásticas decidieron crear burdeles municipales», explicaba el historiador Andrés Moreno Mengíbar en 2000 a El País. Con ese telón de fondo los Reyes Católicos instaron a villas como Écija, Carmona o Cádiz que crearan mancebías y, entre otras prebendas en pago por sus servicios, le concedieron a Fajardo el monopolio de las repartidas por Granada.

Prostíbulo a prostíbulo el sur fue dotándose de una tupida red durante los siglos XVI y XVII. Moreno Mengíbar calcula que solo en Sevilla llegó a habar a mediados del XVI cerca de un centenar de boticas, nombre con el que se conocía a las casas en las que residían las meretrices a cambio del pago de un alquiler.

Si hay un punto que destaque en el mapa del mercado carnal europeo del XVI es sin embargo Valencia. Allí funcionaba un enorme lupanar que —si nos fiamos del viajero flamenco Antonie de Lalaing, quien lo visitó en octubre de 1501— acogía a «entre 200 y 300» trabajadoras. «Es grande como un pueblo pequeño», destacaba asombrado el cortesano de Flandes, quien detalla que el macroburdel estaba formado por varios hostales repartidos por varios calles, todos organizados.

Ni Valencia, ni Granada ni Sevilla eran en cualquier caso reductos aislados.

Se dice que durante el reinado de Felipe III se repartían por Madrid 800 burdeles, casas abiertas día y noche en las que ejercían mancebas autorizadas a ejercer como tales, algo para lo que se habían establecido ciertos requisitos bien definidos: pasar de los 12 años, ser huérfana o de padres desconocidos y no proceder de una cuna noble. Semejante clima de permisividad no duró eternamente, claro: el panorama dio un giro con el monarca Felipe IV (1605-1665), de quien se cuenta que quedó escandalizado al conocer la vida disoluta del embajador otomano en Madrid.

En 1623 el conocido como «Rey Planeta» tachó semejante red de inmoral e inició una larga etapa de restricciones. Eso es, el mismo Felipe IV de quien se cuenta que era un adicto al sexo, un libertino desenfrenado, promiscuo y atormentado que tuvo hijos de sobra para montar varios equipo de fútbol: algunos cálculos apuntan a entre 20 y 40; a la friolera 46 llegan ciertas estimaciones.

Pero esa ya es otro capítulo de la crónica nacional.