Durante una sequía larga e intensa, las nubes son señal de buenos presagios. Pero en esta época donde la tecnología permea en todas las capas de la sociedad hay otra ‘nube’ que nada tiene que ver con la lluvia. La famosa nube de datos, que permite mantener una sincronización prácticamente en tiempo real entre dispositivos conectados a través de la Internet, almacenar fotografías, vídeos y documentos y descargarlos en segundos desde cualquier dispositivo con acceso a la red de redes.
Y aunque esa nube digital no tiene nada que ver con la lluvia, sí tiene una implicación directa en el clima y el ciclo del agua.
La ‘nube’ no tan etérea
Casi desde sus orígenes, ‘la nube’ se ha ofrecido como una especie de almacenamiento etéreo; los datos se envían desde el ordenador o desde el móvil a una especie de entidad que lo ocupa todo. El nombre no es casual, era la imagen que la empresa Amazon quiso vender, en 2006, con el desarrollo de su Elastic Compute Cloud —‘nube elástica de computación’—, tendencia conceptual a la que se sumaron otras empresas, como Google o Apple.
Sin embargo, los servicios de la nube no están, en modo alguno, flotando a nuestro alrededor. Las nubes digitales son infraestructuras muy sólidas, alojadas en edificios de gran tamaño, con una enorme cantidad de servidores funcionando a pleno rendimiento. Vastas bibliotecas de servidores informáticos que facilitan desde el correo electrónico hasta el comercio, donde se alojan las fotos que se guardan ‘en remoto’ o los documentos de trabajo compartido, y desde donde se computan algoritmos de redes sociales, inteligencia artificial y demás servicios online. Los grandes centros de datos o data center.
La nube con impacto ambiental
Como toda infraestructura, el centro de datos no está exento de impactos ambientales. Estos centros consumen una cantidad de energía desorbitada, necesaria para mantener en funcionamiento el sistema.
Uno de los casos más llamativos —y más tratados— es el de los centros de minado de criptomonedas. Son infraestructuras que consumen una cantidad de energía abismal. Solo en 2021, esta actividad consumió más energía eléctrica que países enteros como Noruega. Además, la mayor parte de los centros de minado se construyen en países con poca o ninguna tendencia al uso de renovables, por lo que buena parte de la energía procede de combustibles fósiles. Existe una relación directa entre las emisiones de gases de efecto invernadero y la energía consumida por los centros de minado de criptomonedas.
Con este antecedente, se podría pensar que los centros de datos que no se dedican a la criptominería tendrían menos impacto, pero nada más lejos de la realidad. Si tomamos los datos disponibles de todos los centros de datos del mundo, se estima que su consumo energético anual ronda los 205 teravatios hora, lo que equivale al 78 % del consumo energético de toda España.
La nube que seca el entorno
A medida que la demanda de capacidad informática sigue aumentando, la contribución de la computación al cambio climático se vuelve más preocupante. El consumo de energía es un tema que ha recibido atención, pero la escasez de análisis sobre el consumo de agua en estos centros es notable. Son muy pocos los estudios que se han hecho en torno a este tema, que sin embargo, es crucial, sobre todo porque muchos centros se instalan en entornos susceptibles de sufrir déficit hídricos, y en los que el cambio climático acentuará su desertificación a medio o largo plazo. Quizá el caso más polémico de España es el proyecto de Meta para el data center de Talavera de la Reina, Toledo.
La operación de los centros de datos implica desafíos relacionados con el ciclo del agua y la gestión térmica. La necesidad de enfriar los servidores para evitar el sobrecalentamiento lleva al consumo directo de agua, y en algunos casos, hasta el 57 % de esa agua es potable. Así lo confirma un estudio realizado por David Mytton, del Centro de Política Ambiental del Imperial College de Londres, publicado en la prestigiosa revista Nature.
Según Mytton, “el sector de tecnología de la información y comunicación experimentará un crecimiento enorme en los próximos años”; la proyección estima que el número de dispositivos conectados a la nube a finales de esta década superará hasta un 50 % a la actual; serán casi 30 000 millones de aparatos.
Reducir el uso superfluo de estas tecnologías es hoy un acto de conciencia ecológica. Cada newsletter que se recibe en un correo electrónico —y se envía directamente a la papelera sin leerlo— tiene su huella ecológica. Y aunque una actividad aislada puede no tener mayor importancia, cientos de acciones llevadas a cabo por cientos, o miles de millones de personas a diario sí tienen, al final, un impacto muy significativo.
Pequeños gestos, como evitar guardar en ‘la nube’ aquello que no se necesita, o borrar la suscripción a esa newsletter que llega automáticamente todas las semanas al buzón de correo no deseado son granitos de arena que pueden contribuir a frenar el daño. Mayor importancia tiene evitar el uso de criptomonedas y otras formas de aplicación de la blockchain, o minimizar el uso de aplicaciones online y optar por aquellas que emplean exclusivamente los recursos computacionales del dispositivo en el que se trabaja.
Por supuesto, mejorar la eficiencia del uso del agua es esencial para reducir el impacto, pero como predice la ‘paradoja de Jevons’, no es medida suficiente y es necesaria una concienciación activa en la población. Por ello, ante todo, es fundamental reconocer que la nube digital no es una entidad abstracta y desligada de la realidad, sino que depende de una infraestructura material que tiene consecuencias tangibles en el entorno natural que habitamos.