9.000 son los vecinos que viven en Monserrat d´Alcalà, Llagostera o San Fulgencio, por citar solo tres localidades repartidas por la costa mediterránea. 9.000 es el aforo máximo de algunos estadios, la marca récord que atestó el Royal Albert Hall durante un concierto celebrado allá por 1906 o los pasajeros que puede acoger el buque Global Dream. Y 9.000 fueron también las vidas que se perdieron en la tragedia del transatlántico Wilhelm Gustloff, que por esa misma razón destaca como el mayor desastre marítimo de la historia. A modo de triste y luctuosa referencia, el Titanic segó alrededor de 1.500, seis veces menos.
En la larga crónica de las desgracias navales, la historia del Wilhelm Gustloff destaca por varias razones. La primera, su apabullante saldo de fallecidos, del que solo tenemos una estimación porque —entre otras razones— no se sabe con certeza cuánta gente viajaba a bordo la noche de invierno de 1945 en que se fue a pique. La segunda es que pese a semejante balance de muertos su nombre es bastante menos conocido que el de otros hundimientos, como el del Titanic o Bismark.
Uno y otro motivo están relacionados con el origen del navío, el contexto que lo rodeaba aquella jornada de enero de 1945 y la desdichada tripulación que viajaba apiñada en sus camarotes, cubierta, piscina, auditorio, baños e incluso escondida entre las maletas. La embarcación se había bautizado en honor a un dirigente nazi, viajaba repleto de refugiados que huían del avance del Ejército Rojo y acabó yéndose al fondo del Báltico por el ataque de un submarino soviético.
De buque idílico a navío hacinado
Para conocer su historia lo más conveniente —como suele ser habitual— es empezar por el principio. El Wilhelm Gustloff, así nombrado en un guiño al líder del Partido Nazi Suizo asesinado en 1936, era un buque de 208,5 metros de eslora y algo más de 25.000 toneladas de peso. Se botó en 1937, durante una ceremonia presidida por Adolf Hitler y con un propósito perfectamente definido: su objetivo era convertirse en una de las «joyas» del Kraft durch Freude, programa que intentaba apaciguar las protestas obreras con una oferta de ocio asequible.
Y el Wilhelm Gustloff se reveló un valioso aliado para ese fin. Su viaje inaugural arrancó en marzo de 1938 y durante 17 meses se dedicó a cubrir unos 50 servicios con 65.000 afortunados a bordo. Ocio al alcance del proletariado seleccionado por el partido nazi y bien aderezado con propaganda. Como recuerdan los autores de la enciclopedia Britannica, además de lucir el nombre de un «mártir» del partido, el buque se promocionaba como un «barco sin clases», en el que todos los camarotes eran similares… Todos salvo, claro está, la cabina reservada para Hitler.
Aquella etapa como idílico crucero para todos, que compaginó con algunas misiones, como servir de colegio electoral para los alemanes y austriacos ubicados en Inglaterra en 1938, no le duró demasiado. En 1939 se encargó de trasladar a la Legión Cóndor de regreso a Alemania y una vez iniciada la Guerra Mundial asumió diferentes tareas que poco tenían que ver con las rutas relajadas por el Báltico: fue buque hospital, sirvió para el entrenamientos de tripulantes… Y, ya a mediados de la década de 1940, se convirtió en una de las piezas de la conocida como Operación Aníbal, operativo diseñado ara evacuar a civiles y soldados de zonas como Prusia oriental o el Corredor Polaco ante el avance de las tropas de la URSS.
A tal tarea estaba encomendado a finales de enero de 1945, cuando el navío, diseñado para acoger a alrededor de 500 tripulantes y 1.500 pasajeros, empezó a llenarse de personas desesperadas por refugiarse en la Alemania Occidental o la Dinamarca ocupada. A bordo se subieron líderes locales nazis, soldados, auxiliares navales… pero también civiles, incluido un número considerable de niños.
¿Cuántas personas llegaron a subirse a aquel buque —entre empellones y a la desesperada— pensado para solo 1.500 almas? No se sabe. La tripulación desistió de controlarlo cuando vio que se acercaban a los 8.000 y el número no dejaba de crecer. Hay quien estima que la cifra pudo ser de casi el doble: más de 10.000.
¿En qué se traducía semejante cifra? En una embarcación atestada. Y esa expresión se queda corta. Bastante corta. Camarotes hacinados. Pasillos hacinados. Incluso la suite se hacinó. La piscina se vació para acoger pasajeros y la enfermería tuvo que instalarse en la cubierta acristalada. En una crónica dedicada a aquellas jornadas de inicios de 1945, La Vanguardia relata cómo semejante sobrecarga acabó embozando los aseos y desató un hedor nauseabundo por el buque.
No era aquel en cualquier caso el mayor de los problemas de quienes viajaban a bordo del Gustloff. No había chalecos para todos. Ni botes de emergencia, claro. Si se sumaban sus plazas y suponiendo que pudiesen soltarse todos en caso de que el barco sufriera un ataque, suponían una oportunidad para solo parte del pasaje. ¿Cuántas? 5.000 personas, según Britannica. Y las gélidas temperaturas que se registraban en enero no ayudaban precisamente a una operativa ágil.
Tampoco aquellos eran todos los problemas del buque. En lo que acabaría ocurriendo el 30 de enero hubo también una dosis de mala suerte… y peores decisiones. Los planes originales pasaban por que el Gustloff formase parte de un convoy mayor, pero problemas mecánicos de última hora obligaron a recular a dos de los tres barcos que debían escoltarlo. Le quedó solo el torpedero Löwe.
Para colmo el navío tampoco podía avanzar a gran velocidad: su capitán, Riedrich Petersen, tenía miedo de que los motores no respondieran y decidió que viajarían a menos de 12 nudos, considerablemente por debajo de lo que le habían aconsejado para reducir la posibilidad de sufrir ataques. Quizás para compensar el riesgo, optó por descartar una ruta que bordeaba la costa y dirigirse a una región de aguas profundas, una que sabía libres de minas… pero no de submarinos.
Error. No fue el único.
El capitán tomó otra decisión que a la postre acabaría resultando fatal: encendió las luces de navegación del barco para evitar un posible choque con un dragaminas que, supuestamente, navegaba a su encuentro. Si se tiene en cuenta que el Gustloff se había visto privado de los barcos de apoyo que podían alertarle de submarinos enemigos y que el hielo complicaba el funcionamiento de los radares, lo de activar las luces suponía un riesgo. Casi como lanzar una bengala en plena noche.
Y más o menos eso acabó siendo. Su señal no pasó desapercibida para el submarino soviético S-13, bajo el mando de Aleksndr Marinesko. Unas horas después, hacia las nueve de la noche, el sumergible de la URSS lanzaba un serie de tres torpedos en dirección al antiguo navío de recreo del Kraft durch Freude: el primero dañó la proa, el segundo la piscina y el tercero la sala de máquinas.
A los técnicos del Gustloff les dio tiempo a lanzar un mensaje de SOS que pudo captar el Lowë, pero dadas las duras condiciones que se vivían a bordo del navío, sobrecargada de pasajeros hacinados y sin salvavidas ni botes para todos, el resto de la historia se cuenta solo: alrededor de 9.000 muertos. Ni siquiera en su lance final el Gustloff tuvo suerte: uno de los torpedos rusos había alcanzado al camarote de la tripulación, donde descansaba el personal entrenado para evacuaciones.
Se registraron 1.239 supervivientes. Y un episodio tan triste como delicado y complicado en la historia naval. La historia del Gustloff era un golpe para la moral de Alemania, no contribuía a la crónica que querían transmitir sus dirigentes y su balance tampoco resultó fácil de manejar para Moscú. A bordo viajaban cerca de un millar de militares y armas, sí, pero también civiles en busca de refugio.
Abultado balance de muertos. Discreta historia.