Casi nada en este mundo tan universal y atractivo como las flores; blancas, amarillas, naranjas, rojas, rosas, violetas, azules o incluso negras. La majestuosidad de las formas, los colores vivos y vibrantes y el aroma delicado despiertan en nosotros admiración y curiosidad. La humanidad lleva milenios cultivando plantas con fines ornamentales, y las flores suelen ser las protagonistas en este sentido.
A lo largo de la historia, las flores han estado envueltas en un halo de misticismo y religiosidad, se han empleado como metáfora de la belleza o de la perfección, como muestra de amor y aprecio, como símbolo y emblema, e incluso producto de especulación.
No todas las flores tienen bellos colores
La flor es la estructura reproductiva de las plantas angiospermas, —aquellas que presentan las semillas en el interior de un fruto—. Una flor se compone de una serie de estructuras distribuidas en capas concéntricas, que reciben el nombre de ‘verticilos’. Las piezas florales son distintas en cada uno de los verticilos, que normalmente son cuatro —aunque, ocasionalmente, algunos pueden faltar o duplicarse—.
El verticilo exterior, que rodea al receptáculo —parte del tallo que sostiene la flor— es el cáliz, cuyas piezas, normalmente pequeñas, verdes y en forma de escama, se denominan ‘sépalos’. Hacia dentro, el siguiente verticilo es la corola, compuesto de pétalos, las estructuras foliáceas grandes y coloridas, que representan la parte más llamativa de la flor. A continuación, el androceo es el verticilo con los estambres, las piezas reproductivas que producen los granos de polen. Y finalmente, en el centro, el gineceo con uno o varioscarpelos, las piezas femeninas que encierran las semillas y que formarán el fruto.
Este patrón floral básico puede variar según el grupo de plantas. Algunas especies presentan flores masculinas y femeninas separadas, las llamadas ‘flores unisexuales’ —algunas en la misma planta, monoicas; otras en pies de planta distintos, dioicas—. En estos casos, la flor masculina carece de gineceo, y la femenina de androceo, y con frecuencia acumulan otras diferencias en pétalos y sépalos. Otras plantas presentan sépalos y pétalos con la misma forma, color y textura, una especie de versión intermedia entre ambos, que reciben el nombre de tépalos.
Y existen muchas especies que tienen flores poco aparentes. Aquellas que se polinizan especialmente por el viento —anemófilas— suelen tener los sépalos y los pétalos muy reducidos y modificados. Las famosas gramíneas, como el trigo o el maíz, presentan sus flores en espigas densas, y sus pétalos y sépalos se ven reducidos a apenas unas escamas coriáceas y pardas, meras estructuras protectoras.
Las flores que exhiben colores vibrantes son, en su mayor parte, polinizadas por insectos —entomófilas—. Y no es fruto de la causalidad, sino de la evolución.
El color: fruto de la relación entre la flor y su polinizador
La evolución de los rasgos de las flores en las plantas polinizadas por animales implica una fuerte interacción entre la flor y el polinizador. La planta atrae a los animales por sus colores, formas y aromas determinados, e incluso proporcionando alimento en forma de néctar; y el animal a cambio —con frecuencia, involuntariamente— transporta los granos de polen de una planta a otra, facilitando su reproducción.
Los colores de las flores resultan siempre llamativos para los animales polinizadores. Algunas, como ciertas orquídeas, establecen patrones que se asemejan a los mismos insectos, engañándolos a través de estímulos. Otras, como la dedalera, dispone de señales que indican al animal cuál es la mejor forma de acceder al néctar, construyendo una especie de ‘pista de aterrizaje’ en la flor.
La evolución de los colores de las flores se da de forma simultánea a la de los insectos, y manteniendo la simbiosis. La flor se adapta, haciéndose cada vez más atractiva para el insecto, y el insecto que mejor reconoce las flores, más éxito evolutivo tiene.
De hecho, esto puede llegar a extremos como el reconocimiento según la longitud de onda: algunos insectos tienen un espectro visual muy distinto al del ser humano, y son sensibles a longitudes de onda para nosotros invisibles, como ciertas áreas del infrarrojo o del ultravioleta; las plantas que son polinizadas por ellos tienen, igualmente, un espectro de emisión coincidente, y exhiben ‘colores’ evidentes y llamativos para esos insectos pero que los humanos, en su limitada percepción, no pueden ver.
Estos efectos van más allá de los colores o los patrones. Algunas flores disponen incluso de estructuras que permiten seleccionar a los insectos que acceden a su interior. Un buen ejemplo lo tenemos en algunas labiadas —como el romero— o en ciertas escrofulariáceas —como la boca de dragón—, en las cuales la corola, cuyos pétalos están fusionados, forma una estructura cerrada, que solo puede abrirse si se imprime cierta fuerza.
En estas plantas, dada la disposición de los estambres, si un insecto pequeño accediera al interior de la flor, podría consumir el néctar, tan costoso de producir, sin llegar a polinizar la planta, y necesitan insectos grandes para hacerlo. Pero los insectos demasiado pequeños son incapaces de abrir la flor, por lo que solo aquellos que son lo suficientemente grandes para polinizar, consiguen obtener el néctar.