¿Cómo resisten peces y cetáceos la enorme presión de las profundidades del mar?

Recientemente, hemos sido testigos de lo que la enorme presión del fondo del mar puede provocar en una estructura tan sólida como un submarino, fabricado con los materiales más resistentes y con una forma diseñada específicamente para soportar altas presiones. Basta un ligero desperfecto, un defecto en su estructura o un fallo de seguridad, para que un submarino colapse como una lata de refresco vacía bajo el peso de miles de toneladas de agua. El submarino Titán, trágicamente destruido en las proximidades del pecio del Titanic, hizo implosión bajo 400 atmósferas de presión, equivalente a 4000 toneladas por metro cuadrado de superficie, en todas las direcciones a la vez.

¿Cómo es posible, entonces, que animales como los peces o los cetáceos, criaturas con muchas más irregularidades, compuestos esencialmente de huesos, vísceras, músculos y piel, son capaces de soportar semejantes presiones? ¿Cómo hacen estos seres vivos para sobrevivir a miles de toneladas por metro cuadrado de presión?

No es la presión lo que causa el colapso

Antes que nada, hay que aclarar que la causa del colapso de una estructura no es la presión, sino la diferencia de presión entre el interior y el exterior. En todo sistema, mientras la temperatura se conserve, la presión es inversamente proporcional al volumen; cuando un objeto aumenta de volumen reduce presión, mientras que si aumenta la presión reduce su volumen. Si el objeto está relleno de aire y se cierra de forma estanca, como un submarino o un avión, el interior mantiene la presión ambiental que había en el momento en que se cerraron las escotillas. Si se hizo al nivel del mar, la presión es aproximadamente de una atmósfera.

Cuando se desciende a las profundidades del mar, la presión del exterior aumenta a razón aproximada de una atmósfera por cada diez metros; mientras, en el interior del aparato, se conserva esa presión inicial. En el sistema, las presiones tienden siempre a igualarse, por lo que la presión exterior intenta aplastar el objeto hasta que su presión interna se iguala a la del entorno. Incluso sin roturas, el colapso puede suceder, ya que el aire es un gas fácil de comprimir. Solo la forma y la estructura del objeto impiden que suceda.

El mismo fenómeno, pero en sentido contrario, ocurre durante el ascenso de un avión; la menor presión del entorno a elevada altitud hace que la presión del interior empuje hacia afuera las paredes del vehículo, que tratará de hincharse —el aire también puede dilatarse—. De nuevo, la forma y la estructura impiden que se expanda —o que explote—. Cuando hay una rotura a gran altitud, el aire sale despedido violentamente hasta que la presión del interior y del exterior se igualan.

Al contrario de un submarino, los peces y los cetáceos no son objetos huecos. En su interior, órganos y tejidos están compuestos por células, que son principalmente sacos rellenos de agua. El aire se puede comprimir con facilidad, pero el agua es mucho más difícil de comprimir. De ese modo, los animales a gran profundidad pueden igualar la presión del entorno sin necesidad de perder volumen, y por lo tanto, sin colapsar.

La relación entre la presión y los peces

Muchos peces disponen de un saco interno, llamado vejiga natatoria, que pueden inflar o desinflar a través del intercambio de gases con la sangre. Basta, en consecuencia, con desinflar la vejiga natatoria para que la presión del interior del cuerpo se iguale con la del exterior, y puedan nadar sin problemas. Cuando están a profundidades seguras, los peces inflan su vejiga natatoria, lo que les permite ascender por flotación.

Sin embargo, no todos los peces tienen la misma plasticidad para moverse por la columna de agua. Al fin y al cabo, estos animales han evolucionado en entornos a altas presiones y se han adaptado a ellas. Lo habitual es que los peces vivan en un rango de profundidades adecuado a su fisiología. Sumergirse a mayor profundidad de la que se está adaptado puede hacer que los órganos internos colapsen y el pez muera; y animales de gran profundidad, como el conocido y memético pez borrón (Psychrolutes marcidus) se expanden, se deforman y mueren si ascienden a presiones inferiores de las que su cuerpo esté adaptado a soportar.

Los pulmones de los cetáceos

Los cetáceos son harina de otro costal. El narval puede sumergirse hasta 1800 metros; el cachalote puede bucear a 2200 metros; y se ha llegado a registrar un zifio de Cuvier que superó los 2900 metros de profundidad. Hay animales que viven mucho más abajo, pero estos cetáceos de récord tienen dos particularidades que los hacen especiales.

En primer lugar: son animales que necesitan el aire para respirar, por lo que tras cada incursión, independientemente de la profundidad, deben subir a la superficie a respirar; es decir, que en unas decenas de minutos pueden cambiar de presión de cientos de atmósferas, a la presión atmosférica. Este cambio continuado puede desembocar en el problema denominado ‘mal del buceador’ o síndrome de descompresión; el nitrógeno presente en el aire de los pulmones se acumula en la sangre al descender, y al volver a subir, puede producir burbujas causantes de embolias.

Y en segundo lugar: son animales con pulmones, que, en esencia, son sacos con aire. El aire puede comprimirse y los pulmones pueden colapsar.

Para evitar ambos problemas, los cetáceos cuentan con un curioso sistema: la capacidad de contraer, parcial o totalmente, sus pulmones. Almacenan el oxígeno necesario en la sangre, que cuenta con una mayor cantidad y tamaño de glóbulos rojos, y reducen al mínimo el tamaño de sus pulmones —que ya de por sí, son pequeños en relación con el tamaño de su cuerpo—. De este modo, evitan que el nitrógeno se infiltre en la sangre, y que se mantenga aire en el interior de su cuerpo que pueda llevarles al colapso.

En el cachalote, se da una adaptación adicional digna de admiración. En su cabeza —de tamaño descomunal— cuenta con una acumulación masiva de grasa que cambia de estado, de sólido a líquido, en función de la irrigación sanguínea. Cuando el cachalote se va a sumergir, cierra los vasos sanguíneos, disminuye la temperatura y la grasa se solidifica, reduciendo su volumen y haciéndose más densa. Esto le sirve de lastre para descender a gran velocidad, en sentido casi vertical. Cuando quiere ascender, dilata los vasos sanguíneos, el calor licúa la grasa, que aumenta su volumen y reduce su densidad, y le sirve al animal de boya. Así puede ascender y descender rápidamente, con el mínimo esfuerzo.