La exploración del Everest ha dejado algo más que una crónica apasionante, un buen puñado de hazañas y un reguero de cadáveres de montañeros a los que sus predecesores han sabido sacar partido a modo de tétricos «mojones». Desde que Edmund Hillary y Tenzing Norgay coronaron su cumbre, en 1953, e incluso desde mucho antes, los aventureros que se han enfrentado a sus laderas sembraron una huella bastante más discreta, pero igual de perdurable: microbios congelados.
Un grupo de científicos acaba de comprobarlo.
Eso y la asombrosa capacidad de esos gérmenes para «dormitar» durante décadas.
La otra «huella» en el Everest. Desmitifícalo. Sus condiciones quizás sean aptas solo para los mejores montañistas, pero el Everest tiene ya poco de paraje inhóspito y solitario. Hoy la montaña es un destino turístico tan popular que atrae cada año a unos cuantos cientos de deportistas y sherpas. Antes de la pandemia llegamos a ver largas colas agolpadas en la cordada que conduce a su cima.
La pregunta que se han hecho en la Universidad de Colorado Boulder es: además del triste reguero del heces y basura que arrojan a su paso, ¿están dejando alguna otra huella los montañistas? ¿Qué pasa cada vez que estornudan o tosen?
A la caza de un legado congelado… y diminuto. La lupa (o microscopio) de los investigadores se centró en el Collado Sur, entre el monte Everest y Lhotse, una de las montañas más elevadas del planeta. Allí instalan sus campamentos muchos de los aventureros que cada año intentan escalar el pico más alto del planeta desde el lado sureste, así que… ¿Qué mejor lugar en el que centrar la búsqueda?
Del estudio se han encargado científicos especializados en el estudio de la vida en la criosfera con la ayuda de Baker Perry, un profesor de geografía y explorador de National Geographic que pudo recoger las muestras en el propio Everest, material que luego analizaron en la universidad con tecnología de secuenciación de genes de próxima generación. Como colofón analizaron las secuencias de ADN.
¿Y qué encontraron? Secuencias de ADN microbiano similares a organismos extremófilos detectados en otros lugares remotos localizados a gran altitud, como los Andes y la Antártida… y algo más. Su búsqueda arrojó resultados asociados con algunos organismos ligados con humanos, incluidos estafilococos o estreptococos, bacterias que se encuentran habitualmente en nuestra piel, la nariz o la boca. Los científicos no habían podido identificar antes, de manera clara, microbios asociados con los humanos en muestras recolectadas a más de 7.900 m.
«Este estudio marca la primera vez que la tecnología de secuenciación de genes de próxima generación se utiliza para analizar el suelo de una elevación tan alta en el Everest, lo que permite a los investigadores obtener una nueva visión de lo que hay en ellos», celebra la universidad, que va más allá: los aventureros «dejan un legado congelado de microbios resistentes que pueden soportar condiciones adversas en elevadas altitudes y permanecer inactivos en el suelo décadas o incluso siglos».
Yo estuve aquí (y mis microbios también). «Hay una firma humana congelada en el microbioma del Everest, incluso a esa altura», explica Steve Schmidt, profesor de ecología y biología evolutiva y autor principal del estudio, publicado en la revista Artic, Antartic and Alpine Research, de INSTAAR: «Si alguien se sonó la nariz o tosió, ese es el tipo de cosas que podrían aparecer».
Lo que más sorprendió al equipo fue constatar cómo microbios que han evolucionado para vivir en entornos cálidos y húmedos, como el que les ofrece nuestra boca o nariz, son capaces de «sobrevivir en un estado latente» sometidos a las duras condiciones del Everest. El organismo que más abundaba en las muestras que analizaron en el laboratorio, eso sí, fue un hongo del género Nahanishia capaz de soportar niveles extremos de frío y radiación ultravioleta.
¿Y por qué es importante? Porque supone un hito, porque nos habla del impacto de la masificación turística y porque deja algunas lecturas interesantes que van más allá de la gran montaña. «Podría conducir a una mejor comprensión de los límites ambientales de la vida en la Tierra, así como dónde puede existir vida en otros planetas o lunas frías», detallan desde la universidad norteamericana.
Los investigadores no creen de hecho que esa huella microscópica en el Everest pueda afectar de forma significativa a su entorno, pero sí le ven implicaciones a la hora de estudiar el potencial de la vida fuera de la Tierra. «Podríamos encontrarla en otros planetas y lunas frías. Tendremos que tener cuidado para asegurarnos de no contaminarlos con los nuestros», añade el profesor Steve Schmidt.