En la madrugada del 15 de abril de 1912, en las gélidas aguas del Atlántico Norte, a unos 600 kilómetros de las costas de Terranova, el insigne transatlántico RMS Titanic se hunde, tras chocar frontalmente con un iceberg que rasga su casco por estribor. En el accidente pierden la vida 1496 personas. Desde entonces, los restos del navío reposan en el lecho marino, a una profundidad de más de 3800 metros, en dos fragmentos separados uno de otro a algo más de medio kilómetro.
Más de 110 años más tarde, el pecio del Titanic sigue siendo motivo de admiración, curiosidad, exploración y, también, reclamo turístico —con los riesgos que supone, y las lamentables consecuencias que ya todo el mundo conoce—. Desde su descubrimiento en el año 1985, varias expediciones, algunas tripuladas y otras no, han realizado fotografías, tomado muestras, recuperado restos e incluso escaneados en 3D, haciendo un seguimiento de los efectos del mar en los restos del barco, en las últimas cuatro décadas.
Y en las expediciones, también se han observado seres vivos.
Los animales del Titanic
La mayor parte de la vida observada en los restos del RMS Titanic es de vida animal. Los más fáciles de observar son los animales sésiles, que no se desplazan. Entre ellos, destaca la gorgonia de la especie Chrysogorgia agassizi, uno de los corales conocidos capaz de vivir a mayor profundidad. En el año 2000, el investigador de fauna abisal Georgyj M. Vinogradov, del instituto Shirshov de oceanología de Rusia, publicó un estudio en el que narraba el seguimiento de uno de estos ejemplares, localizado en el extremo de la baranda de proa del navío, como si anunciara ser «el rey del mundo». El investigador comprobó su desarrollo, desde su primera observación en 1991, de apenas 4 centímetros de longitud, hasta la última registrada, en 1999, cuando ya medía 12 centímetros.
Otros sésiles hallados son crinoideos, los denominados lirios de mar, emparentados con las estrellas de mar —uno de ellos también se observa en la baranda de proa, en el primer soporte por el lado de estribor—; y ascidias, animales con aspecto de botijo, emparentados con los cordados. Todas estas criaturas crecen en casi cualquier lugar donde puedan adherirse. Incluso se han observado en las reservas de carbón de la sala de máquinas.
Aunque estas criaturas dominan el paisaje como las hierbas en una pradera, aún hay otros animales que han hecho del Titanic su hogar. Seres que flotan a la deriva, llegan con las corrientes, habitan el entorno durante un tiempo y vuelven a desaparecer. Principalmente, gusanos de distintos grupos, y crustáceos minúsculos. Y alimentándose de ellos, y de las partículas de materia orgánica que caen desde capas más altas del océano, otras criaturas nadan o caminan por entre los restos del naufragio.
Gusanos poliquetos hacen sus madrigueras tubulares entre los restos del barco; cangrejos y arañas de mar deambulan por las cubiertas, y ctenóforos flotan por entre las estancias. Se han narrado observaciones de algún pulpo de pequeño tamaño, y hay una mención a un pez abisal, de aspecto intimidante, aunque de un tamaño diminuto. Aunque no se llegó a una identificación, la descripción del testigo, así como la región geográfica, invita a pensar en un pez pelícano (Eurypharynx pelecanoides), una criatura abisal de color negro, con una boca tan enorme que puede engullir peces más grandes que él. También se han reportado peces de piel transparente con bioluminiscencia, un rasgo habitual en los peces de las profundidades.
La base del ecosistema
Los hallazgos de vida en el Titanic fueron sorprendentes para Robert Ballard y sus colegas, cuando descubrieron los restos en 1985. Ellos esperaban encontrar el pecio en un estado más conservado de lo que estaba, casi como un páramo estéril, solo corroído por el óxido y la erosión, y no un entorno repleto de vida.
En sus más de cien años de reposo, el Titanic se ha convertido casi en un ecosistema abisal propio, una isla de biodiversidad en un fondo oceánico mucho más pobre, colonizada por múltiples especies, y a partir de ahí se han dispersado más allá de los límites del naufragio.
Debido a la ausencia de nutrientes, la vida es muy escasa en esos entornos. La luz solar no llega y por tanto, algas y plantas son inviables. Sin una producción primaria firme, los ecosistemas se sostienen con gran dificultad; apenas se nutren de la materia orgánica que se deposita, paulatina y lentamente, y en muy poca cantidad, desde aguas más superficiales, o arrastrada por las corrientes.
El Titanic es una excepción por un buen motivo: abundantes restos de materia orgánica—en forma de madera, cuerpos de animales y personas, y bacterias— fueron arrastrados al fondo junto con los restos, proporcionando a los animales sustento abundante para proliferar.
Sin embargo, el alimento se agota. Hay algo más en el Titanic que proporciona nutrientes a su particular y extraño ecosistema. Una bacteria descubierta en el pecio del Titanic, en el año 2010, por los investigadores españoles Cristina Sánchez Porro y Antonio Ventosa, de la Universidad de Sevilla, y Henrietta Mann y Bhavleen Kaur, de la Universidad de Dalhousie, Canadá, puede ser la respuesta. Fue bautizada como Halomonas titanicae. Una bacteria que habita el fondo abisal, que tiene la capacidad de quimiolitotrofía: obtienen su energía a partir de la oxidación del azufre, y en el proceso, degradan metales como el hierro, muy abundante en los restos del naufragio, formando rústicos, unas estructuras similares a carámbanos, compuestas de metal oxidado en descomposición y bacterias.
Aunque hoy se sabe que H. titanicae es una bacteria prácticamente ubicua en el fondo marino, la gran cantidad de recursos que proporcionó el Titanic puede sostener poblaciones masivas de esta bacteria, que a su vez sirvan como base para un ecosistema inusualmente rico. De hecho, aquella gorgonia hallada por Vinogradov en 1991, que no ha dejado de crecer, se asienta sobre una barandilla totalmente colonizada por estas bacterias. Un ecosistema que se sostiene, literalmente, a costa de devorar el Titanic.