Raros. No digo ‘diferentes’, digo ‘raros’. Muy raros, de hecho. Los pulpos son unos seres… peculiares. Son bichos inteligentísimos capaces de resolver problemas complejos, se aburren ‘como ostras’ en los acuarios y son extremadamente hábiles cazando a sus presas. Eso por no comentar su proverbial capacidad para usar “armamento” si hace falta.
Pero, si tengo que escoger, ninguna de esas es mi cualidad preferida. Lo más extraño de los pulpos es que, en fin, son lenguas gigantes que no para de saborear todo lo que les rodea.
¿Por qué nos cuesta tanto entender a los pulpos? Los seres humanos tenemos una tendencia natural a pensar que lo que vemos, sentimos y escuchamos es lo que se ve, se siente o se escucha “en realidad”. Por eso nos resulta divertido y curioso que los toros no puedan ver el color rojo o que las jirafas duerman de pie.
Nos sorprende, pero no debería “Los murciélagos ven el mundo vía radar, las pitones indias ven en infrarrojos y las abejas se orientan gracias a la luz polarizada”. Don Hoffman, de la Universidad de California, Irvine, sabe muy bien que la Tierra es un lugar tremendamente diverso y no hay casi nada que sea realmente universal. “Incluso dentro de las mismas especies también se producen diferencias sustanciales (…) Hay mariposas hasta con 15 fotorreceptores distintos».
Aunque es cierto, como dicen los pragmatistas, que nuestros sentidos han evolucionado para ser útiles y no para ser precisos. Sin alguna precisión, la utilidad de estos mecanismos sería cercana a cero. Es decir, nuestra forma de ver el mundo tiene que ver, por supuesto, con la realidad en sí misma. Sin embargo, también tiene que ver con lo que somos, el ambiente en el que nos movemos y nuestra historia evolutiva.
Un mundo de sabores. Y es que tiene sentido que los pulpos (que viven en condiciones completamente distintas a las nuestras) vean el mundo de forma completamente distinta a la nuestra. O, mejor dicho, “saboreen el mundo”. Porque eso es lo que están haciendo constantemente.
Durante mucho tiempo no estaba claro cómo funcionaban los receptores que tenían los pulpos en las ventosas, pero desde hace unos años (cuando los científicos fueron capaces de cultivarlos en el laboratorio y exponerlos a todo tipo de sustancias) sabemos que sí, que la forma más sencilla de entender esos receptores quimiotáctiles es como una versión pupila de las papilas gustativas.
Así (y de forma sorprendentemente autónoma) el tentáculo del animal es capaz de saber si lo que está tocando sabe a roca o sabe a cangrejo. Es más, el sistema nervioso del pulpo (que tiene dos tercios de las neuronas repartidas en los tentáculos formando estructuras relativamente independientes del resto) está diseñado para permitir comportamientos complejos de forma prácticamente autónoma.
Más allá de los pulpos. Ahora un grupo de investigadores están centrados en averiguar cómo pudo evolucionar este tipo de sensores con vistas a entender mejor no sólo a los pulpos, sino algo que nos interesa ‘demasiado’ ahora que la ingeniería genética está a la orden del día: cómo sutiles adaptaciones estructurales pueden impulsar nuevos comportamientos en contextos concretos.
No hay que perder de vista que, por mucho que los avances en el campo de la genética estén siendo realmente impresionantes, sabemos muy poco aún. Como nos recordaba Lluís Montoliu hace unos años, “tenemos 3000 millones de letras en nuestro genoma. Conocemos un 2% de ellas bastante bien. Sabemos bastante, un 60 o 70% de lo que hay que saber de esas letras. Pero ¿qué pasa con el 98% restante del genoma?”. Esa es la gran pregunta que queda por responder.