En tiempos de la Primera Guerra Mundial, la propaganda alemana caracterizaba a los enemigos, es decir, a ingleses, franceses y estadounidenses, como unos payasos desorganizados a los que bastarÃa un soplo para vencer. En cambio, la propaganda de los aliados mostraba a los alemanes como bárbaros sanguinarios que ponÃan en peligro la civilización. Luego de que la contienda concluyera con la derrota de Alemania y las potencias centrales, los efectos de esta disparidad en los mensajes (pues los aliados llegaban al frente de batalla y encontraban, claro, a los monstruos de los que advertÃan sus carteles, mientras que los alemanes no veÃan por ningún lado a los débiles enemigos prometidos) fueron notados por el propio Hitler, un obsesivo del poder de las campañas publicitarias, y que atribuyó una parte de la culpa del desastre a una propaganda desenfocada. Por ello, una vez en el poder, el funesto lÃder nazi no tardó en asegurarse de que aquellos a quienes deseaba perseguir (judÃos, gitanos, opositores…) fueran convenientemente demonizados por el discurso oficial, y también por los medios, los cartones polÃticos, etcétera. El poder que alcanzó la maquinaria publicitaria nazi aún hoy resulta espeluznante.
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