La industria global de los semiconductores crece cada año aproximadamente un 12,2%, y, según Fortune Business Insights, en 2029 movilizará casi 1,4 billones de dólares. Esta previsión refleja de una forma rotunda la envidiable salud que tiene este mercado, pero hay algo si cabe todavía más importante que merece la pena que no pasemos por alto: para las grandes potencias los semiconductores son una industria estratégica. Esta es, de hecho, la razón que sostiene la tensión que existe actualmente entre China y la alianza liderada por Estados Unidos.
Los chips nos rodean. Están en todas partes. En nuestros dispositivos electrónicos. En nuestros coches. En los equipos de telecomunicaciones que nos permiten conectarnos a internet. Y también en las armas más sofisticadas que tienen los ejércitos de las grandes potencias. De hecho, sin circuitos integrados de vanguardia las armas más avanzadas no serían posibles, lo que nos lleva ineludiblemente a identificar el rol primordial que tienen los semiconductores para la industria militar.
La coyuntura actual nos invita a aceptar que el desarrollo armamentístico está estrechamente vinculado al refinamiento de los chips, pero hubo un momento no muy lejano en el que la industria militar propició el desarrollo de los semiconductores. En cierto modo resulta paradójico, pero más allá de la perspectiva desde la que las observemos podemos concluir que las industrias armamentística y de los semiconductores van de la mano. Y en el futuro, sin lugar a dudas, seguirán estando íntimamente ligadas.
En ‘El radar en la historia del siglo XX’ Ignacio Mártil de la Plaza, que es doctor en Física y catedrático de Electrónica en la Universidad Complutense de Madrid, explica con todo lujo de detalles los orígenes y el desarrollo de la tecnología del radar durante la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de Guerra Fría. Este artefacto resultó decisivo en el colofón de este conflicto, pero los interesados en esta confrontación a menudo pasan por alto que el programa del radar propició la investigación en semiconductores y la posterior invención del transistor tal y como lo conocemos, ese diminuto dispositivo que hace posible la existencia de los chips que están transformando nuestro mundo.
El paso de las válvulas termoiónicas a los transistores ganó una guerra
«La bomba atómica puede haber terminado la guerra, pero el radar ganó la guerra». Ignacio Mártil ha elegido esta cita de Lee Alvin DuBridge, el director del Laboratorio de Radiación del MIT entre 1940 y 1946, para anticiparnos en las primeras páginas de su libro el rol crucial del radar en la resolución de la Segunda Guerra Mundial. Lo tenían tanto los nazis como los aliados, pero los científicos británicos y estadounidenses lograron durante los últimos años de este conflicto refinar las prestaciones de su radar lo necesario para aventajar perceptiblemente al dispositivo que tenía la Alemania nazi.
El transistor fue inventado oficialmente en los Laboratorios Bell, que están ubicados en Nueva Jersey (Estados Unidos), el 16 de diciembre de 1947. Hace tan solo unos pocos meses hemos conmemorado el 75 aniversario del inmenso logro ejecutado por John Bardeen, Walter H. Brattain y William B. Shockley, pero durante la Segunda Guerra Mundial el programa dedicado al desarrollo del radar promovió la investigación en el ámbito de los semiconductores.
Durante la Batalla de Inglaterra (también se la conoce habitualmente como la Batalla de Gran Bretaña), que tuvo lugar durante los primeros meses del conflicto, entre julio y octubre de 1940, tanto los británicos como los alemanes se dieron cuenta de que los radares que tenían en ese momento adolecían de dos deficiencias muy importantes: tanto la distancia máxima de detección de un objetivo como la capacidad de identificar con precisión su eco eran muy limitadas.
A partir de ese momento la Alemania nazi y los aliados se lanzaron a una carrera desaforada que tenía como propósito mejorar las prestaciones de sus radares, aunque su éxito fue desigual. Los británicos y los estadounidenses no tardaron en encauzar el primer problema, la limitada distancia máxima de detección, recurriendo a un dispositivo conocido como magnetrón. Sin embargo, para mejorar la resolución de su radar y conseguir que la identificación del eco de un objetivo determinado fuese nítida era imprescindible que el equipo fuese capaz de trabajar en el rango de las microondas.
Pero tropezaron con un problema: la respuesta de las válvulas termoiónicas o de vacío utilizadas en los radares a las altas frecuencias, y en particular a las frecuencias de microondas, era muy pobre. Si querían mejorar drásticamente la resolución de su radar era imprescindible desterrar las válvulas y desarrollar la investigación fundamental en semiconductores y en la tecnología de fabricación de los detectores. El silicio y el germanio no tardaron en emerger como elementos semiconductores dominantes fruto, precisamente, del esfuerzo en investigación que se hizo en aquel periodo.
El programa del radar promovido por los aliados fue un éxito. Las dos grandes limitaciones que atenazaban su rendimiento desaparecieron, lo que colocó su radar en una clara posición de superioridad frente al radar alemán. A medio plazo esta ventaja resultó decisiva sobre el terreno, lo que nos lleva a la reflexión de Lee A. DuBridge en la que hemos reparado unas líneas más arriba: «El radar ganó la guerra». Y, como acabamos de ver, la innovación en semiconductores lo hizo posible y propició el inicio de una era, la de los circuitos integrados, en la que aún estamos plenamente sumidos.