No hay un ingrediente más ubicuo que la sal, el cloruro de sodio casi puro. Suele añadírsele compuestos de yodo –que previene el botulismo– y en algunos países también ponen algo de cloruro de potasio. Además, algunos tipos de sal de mesa contienen pequeñas cantidades de silicato de sodio u otras sustancias que actúan como antiapelmazantes.
El mercado de la sal es largo y, en muchas ocasiones, desconocido. Por ejemplo, los gourmets coinciden que entre las sales con nombre propio merecen citarse la francesa Fleur de sel de Camargue, de cristalitos cuadrados, y la mallorquina flor de sal d’Es Trenc, de color ligeramente rosado. Otra es la inglesa Maldon, de gran pureza y distinguible por sus pequeñas escamas cristalinas –ideal para carnes y vegetales a la parrilla y siempre debe añadirse al servir–. La sal gris o sal céltica también tiene sus paladares, que ha ido ganando adeptos en el mundo de la cocina y muchos la consideran la de mayor calidad. Se recoge a mano siguiendo, dicen, métodos celtas, como si eso fuera garantía de calidad –¿a que nadie con apendicitis se pondría en manos de un médico que siguiera métodos celtas de sanación?–.
Y ya que estamos con listados, cabe citar, por desconocidas, la Kala Namak o sal negra, aunque su aspecto verdadero es un gris rosáceo y con un sabor fuertemente sulfúrico –ideal para los amantes de la cocina hindú, de donde proviene–. Otro tipo de sal recomendable para los snobs es la Alaea, una sal tradicional hawaiana cuyo nombre proviene de un tipo de arcilla roja sometida a las altas temperaturas volcánicas propias de la isla. Añadida a la sal la enriquece con óxido de hierro y le proporciona su característico tono rosáceo. Para quien quiera marcarse un tanto, esta sal queda estupendamente en platos típicos de aquellas islas, como el cerdo Kalua o la cecina hawaiana.
Pero la sal que es el colmo del pijerío es la sal del Himalaya, que desde hace un par de décadas se ha estado llevando de calle el mercado. Obtenida de las formaciones salinas de Pakistán y lujosamente vendida como Himalaya –lo que hace el marketing…– el negocio se introdujo primero en India para pasar a Estados Unidos y después dar el salto a la vieja –y tonta– Europa.
El origen del mito
Todo comenzó a finales de la década de los 90 cuando un autotitulado biofísico llamado Peter Ferreira se dedicó a propalar por Alemania las maravillosas virtudes curativas de esta sal, “proveniente de las altas regiones montañosas del Himalaya”, “no contaminada por el ser humano” y que contiene “84 elementos esenciales para la salud”. Ante tales afirmaciones uno ya se puede imaginar el timo…
Evidentemente el precio debe estar acorde a semejantes promesas curativas y se empezó a vender a más de 200 veces el precio de la sal común. Ferreira siguió con el chollo y en 2002 publicó, junto con una médico llamada Barbara Hendel, Wasser & Salz (Agua y sal), que se convirtió en un best-seller. El éxito fue tal que hasta sacaron una revista…
De ahí la sal del Himalaya saltó a Suiza, Austria, Dinamarca, Holanda… Viendo una excelente oportunidad de mercado, la industria de la medicina alternativa se unió al tren de los Everest y K-2 y publicó un artículo alabando la superioridad de esta sal frente a la más ordinaria y mediocre sal de mesa. Y si nos damos una vuelta por internet descubriremos que no sólo de esta sal vive el ser humano, sino que también la encontramos en baños salinos, máscaras faciales, líneas cosméticas… hasta lámparas de sal –que se venden como (inútiles) ionizadores de aire “naturales”–. “Elixir de la vida”, “fuente de la juventud” o “sal de la vida” son los epítetos que suelen acompañar a las ventas de este producto milagro.
Una sal pakistaní
Resumiendo. La sal del Himalaya no viene del Himalaya –en particular del Karakorum, como suele decirse– sino de la segunda mina de sal más grande del mundo sita en Pakistán. Como cualquiera puede darse cuenta, no tiene ninguna de esas mágicas propiedades que los de la medicina alternativa dicen que tiene –algo a lo que deberíamos estar acostumbrados, porque estos señores nunca suelen demostrar sus afirmaciones–. No sólo eso. Con la excusa del precio muchos paladares exquisitos perciben una excelencia en el sabor que no posee (y es bien conocido el efecto placebo en la gastronomía).
Y ya que estamos con la sal ¿saben qué es lo más curioso? Que a pesar de las intensas investigaciones que se están llevando a cabo en diferentes centros de investigación del mundo, seguimos sin saber cómo detectamos los humanos el sabor salado. Los científicos asumen que el responsable químico es el sodio y la búsqueda está centralizada en ver dónde se encuentra ese receptor del sodio… si es que existe.
Nuestro gusto por la sal, como tantas otras cosas, es biológico: se debe a una respuesta innata que refleja la necesidad de nuestro organismo de sodio – necesitamos del orden de 8 gramos de sal al día, pues la perdemos en la orina y en el sudor–.