Está en boca de todos: la nueva temporada de ‘Black Mirror’ es un regreso al estado de buena forma de las temporadas clásicas (es decir, las británicas) de la serie creada por Charlie Brooker. Después de un aterrizaje en Netflix un poco deslucido (pese a que tuvo momentos como mínimo notables, como el interactivo ‘Bandersnatch’), y una pausa durante la que el propio Brooker declaró que no tenía nada que criticar (o dicho de otra forma: el enemigo había vencido), lo cierto es que ha vuelto con energía renovadas. Y el enemigo en casa.
El secreto de esta nueva temporada no solo es que explora texturas complementarias pero distintas a la ciencia ficción limpia habitual en la serie, como en el estupendo episodio ‘Demon 79’, sino que se fija otros objetivos. La habitual obsesión de la serie con las redes sociales, internet y la despersonalización de la sociedad por culpa de la tecnología, y que en los últimos tiempos había mutado en un luddismo algo ramplón ha encontrado nuevos blancos a los que dirigir los dardos.
En el caso del soberbio primer capítulo de esta temporada, ‘Joan es horrible’, apunta a la mismísima Netflix. Se trata de una historia que bebe de los clásicos esquemas de la serie, una espiral de paranoia y engaños que asfixian a un individuo, en este caso la Joan del título. Es una jefa déspota con una vida privada basada en mentiras y que un día, en una plataforma de streaming cuyo parecido con Netflix no es nada casual, Streamberry, descubre una serie en la que Salma Hayek replica su día con todo detalle.
Por supuesto, en una plataforma tan vista al estilo Netflix, al día siguiente Joan ha perdido su trabajo, sus amistades y su pareja. Y aquí viene el intríngulis: cuando intenta poner coto a la serie, se encuentra con que la plataforma de streaming está blindada legalmente para espiarla y usar su imagen porque así lo ha consentido en las condiciones de uso al contratar el servicio.
La metáfora está clara, entre otras cosas porque no hay metáfora: literalmente, el episodio habla de Netflix como una corporación maquiavélica que roba nuestros datos para su beneficio. Por supuesto, el episodio sigue en una espiral de delirios que entra en un simpático recurso meta, pero el mensaje básico es tan ácido que el propio Brooker se extrañaba en unas declaraciones recientes para Empire de que Netflix no le hubiera puesto ninguna cortapisa.
«No hubo ninguna oposición, que yo supiera», afirma. «Lo cual es un poco decepcionante, porque estaría bien poder decir: lo hice de todas formas… ¡porque soy anarquista! Pero no». Así que ahí lo tenemos: Charlie Brooker descubriendo el terrible poder omnívoso de la industria del entretenimiento, capaz de devorar cualquier conato de rebeldía para convertirlo en un producto. La rueda sigue girando, amigos y amigas.