«Hay otros mundos, pero están en este». Esa frase del poeta francés Paul Éluard resume a la perfección la visión del que, desde hoy, es el mejor restaurante del mundo: el Central de Virgilio Martínez, un local peruano que tiene enamorados a críticos, comensales y cocineros de todo el mundo.
El único problema es que, en realidad, el Central no es un restaurante, es un laboratorio. Uno que sirve comida.
Cómo sacar rentabilidad al ‘síndrome del impostor’. De hecho, el primer Central (el que existió entre 2008 y 2009, cuando un problema con los permisos le obligó a cerrar durante meses) puede considerarse una mala digestión de la amplísima caja de recursos de la cocina europea, las influencias asiáticas y el encuentro de Martínez con el corazón de su propio país.
Pocos antes de abrir el restaurante en una vieja casa del barrio limeño de Miraflores, Martínez (un chico que había estudiado en Le Cordon Bleu de Ottawa y recorrido alguno de los restaurantes más importantes del mundo) había dejado un restaurante peruano en Madrid porque se había dado cuenta de que, en fin, no sabía casi nada de cocina peruana.
Y, como una respuesta desproporcionada al ‘síndrome del impostor’, recorrió el Perú durante un año con la idea de conocer en profundidad la cocina real de su país. Fue uno de esos viajes que te cambian la vida, pero que cuestan digerir. La digestión le duró, al menos, cinco meses, pero cuando reabrió, el Central ya tenía una misión, una visión y un proyecto.
¿Qué es exactamente el Central? Vale, sí, es un restaurante, sí. Uno que ha sido calificado hasta en cinco ocasiones el mejor restaurante de Latinoamérica. Pero sobre todo, es Mater Iniciativa: un área de investigación que lleva más de una década recorriendo los desiertos, la cordillera de los Andes y la Amazonía peruana para encontrar esos mundos de los que hablaba Éluard y ponerlos en un plato.
Y no, no es una forma de hablar. Bajo la batuta de Malena Martínez (hermana de Virgilio y médica de formación), Mater Iniciativa nació de una intuición muy básica: la «de que había un montón de comida e insumos, pero no sabía cómo llegar a ellos». El resultado es un centro que está realizando una enorme tarea de exploración, experimentación e investigación.
‘Afuera hay más’. Ese es el lema de Mater y el mejor ejemplo es Mil. Un «laboratorio-restaurante» a 3.600 metros de altura donde tratan de poner en conversación la cultura andina y la gastronomía moderna. Fruto de esa conversación han incorporado el cushuro (una cyanobacteria comestible de lagunas de altura), la arracacha (un tubérculo andino) o una buena cantidad de las más de 700 variedades de patatas (y más de 50 de maíz) que se cultivaban en los Andes desde tiempos inmemoriales.
Hay mucho más. Desde Kjolle (un restaurante que hace lo que Mil, pero con el mar, los lagos de altura o los alimentos amazónicos) a toda una serie de másteres, cursos y asesorias. Nada especialmente nuevo, pero que deja claro algo que ‘el boom de los cocineros’ de los últimos años ha oscurecido detrás de la fama, el conflicto y el cotilleo: que cocinar en el siglo XXI es, sobre todo, explorar, divulgar, experimentar. Algo que el episodio ‘Chef’s Table’ dedicado a ellos lo deja clarísimo.
Es decir, es un resumen de lo que ha vivido la alta cocina en las últimas décadas. Un proceso que empezó a finales de los 60, cuando la anquilosada cocina francesa (heredera de todos los cocineros de la aristocracia que la Revolución Francesa mandó a la calle) se encontró con el mundo moderno.
La ‘nouvelle cuisine’ fue exactamente eso: un ‘despertar’ a los sabores, las técnicas y las ideas de todo aquello que estaba a 50 kilómetros de la Île-de-France. Y fue fascinante. Los cocineros de la nueva cocina vasca, subidos a esa ola, convirtieron casas de comidas familiares en restaurantes atrevidos, primero, y en laboratorios de referencia internacional, después. Es solo un ejemplo, a uno y al otro lado de Atlántico, la cocina estaba cambiando.
Y luego llegó elBulli, claro. elBulli, el Noma o el Celler de Can Roca: llegaron una serie de restaruantes que requerían muchísimos recursos en investigación, plantillas enormes y horarios interminables. Para hacernos una idea, en la creación de la «fondue de melocotón Melba», el último postre que sirvió elBulli antes de cerrar en 2011, intervinieron 45 cocineros.
Eso ha llevado a que, de forma recurrente, los grandes restaurantes lleguen a lo más alto y luego… cierren. Hablamos sobre el tema hace unos meses, cuando NOMA, el gran restaurante danés de los últimos años, anunció que se reconvertía en otra cosa. La gente del Central lo sabe. Martínez mismo trabajó en el Can Fabes, el buque insignia de Santi Santamaría que cerró en 2013.
¿En qué lugar deja esto a Central? En el mejor lugar del mundo, de hecho. Es cierto que la alta cocina atraviesa problemas serios, pero resulta excitante ver cómo el modelo sigue funcionando en los sitios donde más los necesitamos: no en las calles más caras del mundo, sino cerca de los lugares más desconocidos (donde su trabajo de investigación puede ser más importante).
Por supuesto que Central sigue siendo un sitio alejado del todopoderoso y popularísimo ‘combinado peruano’; los menús van de los 264 a los 306 euros, bebidas aparte. Pero basta con pensar que, por primera vez, la ‘Lista de los 50 mejores restaurantes’ pone a la cabeza a un restaurante latinoamericano para darse cuenta de que algo está cambiando.
Para ver si el cambio es profundo o se trata de una pata hacia delante tendremos que esperar. Será interesante esperar a esa respuesta.