Cualquiera tiene un mal día. Y el maleficio de un día chivo dura lo que dura el día: veinticuatro horas. Lo que hay que hacer frente al pasmo insensible y nefasto de esas horas adversas es hablar poco, no tomar decisiones, comer sano y acostarse temprano: mañana, vemos.
Nada de eso hizo hace ya, y pronto hará, sesenta y un años, el señor Mike Smith, cuyo nombre poco dice, que se ganó una fama que nadie hubiese querido gozar precisamente por tomar decisiones en un mal día, y que no tuvo tiempo en su vida de arrepentirse, maldecir, afligirse u olvidar su mal juicio, su osadía empecinada y su tenaz cerrazón.
El error del señor Smith
El señor Smith era un caza talentos del prestigioso sello británico Decca, una discográfica que nació en 1929 y se encargó de esparcir por el mundo las glorias de la música popular y clásica con un catálogo amplio y generoso que albergó a Bing Crosby y a Luciano Pavarotti, a sir George Solti y a Louis Armstrong, a Count Basie, a Elvis Presley y a la Orquesta Nacional de Francia. Competía cara a cara con el gigante británico de la industria del disco, el sello EMI.
El 1 de enero de 1962, se presentaron ante el señor Smith y ante el productor Dick Rowe cuatro muchachos con sus guitarras, bajo y batería, para que les tomaran una prueba en el sello Decca. Se la tomaron. Los chicos hicieron lo suyo y el juicio del señor Smith fue lapidario. Dijo: “Estos muchachos no tienen la menor posibilidad de triunfar”. Esos muchachos eran “The Beatles”. Y el juicio del señor Smith, acompañado del señor Rowe, está considerado hoy como uno de los mayores yerros en la historia de la música.
La historia es más compleja y, tal vez, divertida. Seamos sinceros, el 1 de enero de cualquier año no es un día para tomar pruebas, escuchar música, formarse un buen juicio sobre algo o tentar al destino. Es el primer día del año, de cualquier año, y en general, la gente todavía padece las consecuencias de una noche de parranda y alcohol, la del 31 de diciembre, que les enturbia acaso la mente. También pueden estar tan borrachos que les sea imposible hallar sus propias manos con un mapa. Esas cosas, pasan.
Todo en la historia del rechazo de Decca a los Beatles, parece teñido por el marasmo de aquella fiesta de fin de año que auguraba, como todas, un destino mejor, y que pasó a la historia como “La audición Decca”.
Los chicos que deslumbraban en “The Cavern”, el hoy legendario reducto de Liverpool que parió a la banda, consiguieron la audición con Decca gracias a otra leyenda del ambiente, el productor Brian Epstein convertido entonces en el flamante manager de los Beatles. Las malas lenguas, y los buenos datos, sugieren que Epstein tuvo que poner de su bolsillo algunas libras para que el señor Smith y su colega Dick Rowe permitieran que se grabara la prueba. Por su lado, esos muchachos entusiastas de Liverpool se sentían tan seguros de su talento, tan capaces de impresionar al mundo, que tomaron el examen como una simple formalidad, un trámite. Error. Y no fue el único.
De modo que la tarde del 31 de diciembre de 1961 cargaron sus equipos y sus instrumentos en una furgoneta Commer que manejaba un amigo del colegio, Neil Aspinall, y se largaron a Londres. Apretujados como sardinas viajaban John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Pete Best: Ringo Starr no había llegado todavía al grupo. Salieron a los caminos helados del cruel invierno británico… y se perdieron. No hay registros de que el conductor y sus pasajeros hubiesen adelantado el festejo de fin de año con algún oportuno aunque imprudente brindis anticipado. Pero se perdieron. Y se perdieron feo: demoraron diez horas para recorrer los trescientos cincuenta kilómetros que los separaban de Londres, a un desdichado promedio de treinta y cinco kilómetros la hora. Llegaron a las diez de la última noche de 1961, como diría luego Lennon: “Justo a tiempo para ver a los borrachos saltar a la fuente de Trafalgar Square”.
Cualquiera haya sido el estado anímico y físico de los Beatles, a las once de la mañana del 1 de enero estaban en los estudios Decca de West Hampstead, al norte de Londres, dispuestos a rendir su prueba. Tenían competencia: ese mismo día el sello también había escuchado, o iba a escuchar, a otra banda, “Brian Poole and The Tremeloes”, pero los Beatles pensaban que nada podía salir mal. Tocaron durante una hora quince temas de un repertorio heterogéneo, mientras corría la cinta que Epstein quería atesorar. Los Beatles interpretaron “Crying”, de Buddy Holly, “Memphis, Tennessee”, de Chuck Berry y, esto es raro, hasta “Bésame Mucho”, de Consuelo Velázquez, ese bolerazo que dice “Bésame, bésame muuuucho… como si fuera esta noche la última vez”, disculpen lo desafinado. Era un breve repertorio de dudoso eclecticismo, aunque también, sabedores de su talento, grabaron tres temas de Lennon y McCartney: “Like Dreamers Do”, “Hello Little Girl” y “Love of the Loved”. Aquella cinta de prueba, un tanto infame, cruda y sin mezcla pero una reliquia histórica, se remató en 2012: la compró un coleccionista japonés por treinta y cinco mil libras.
A Epstein y a los Beatles les dijeron que muy bien, que en un par de semanas les harían saber el veredicto. ¿Qué pasó con la prueba? Primero, los biógrafos del cuarteto sugieren que aquel día Smith llegó tarde a los estudios Decca, “perjudicado por las libaciones de la noche anterior”. Es una piadosa descripción. También sugieren que Smith ya tenía decidido optar por “The Tremeloes”, un muy buen quinteto radicado cerca de Londres y todos conocidos de Smith. El libro “Beatles 62 – El año del cambio”, de Fernando López Chaurri afirma también que “The Beatles” sonaron un poco mediocres en un ambiente frío y desangelado. No fue una sesión feliz: el cuarteto había viajado largo y mal, bajo un clima polar, probablemente hubiesen despedido el año con alguna copa, o más de una, y seguro habían dormido poco: nadie canta bien en esas condiciones, pero los tipos eran The Beatles, algo había allí que debía ser tenido en cuenta.
Tal vez sonaron como papel de lija, tal vez Smith ya había decidido dar la oportunidad a “The Tremeloes”, el hecho es que Decca le dijo no a Epstein y a los Beatles que todavía no eran los que fueron. Cuando Epstein pidió razones, Smith se las dio. Eso fue peor porque no sólo dijo no, sino que lo fundamentó: “Los grupos de rock con guitarra ya no corren. Estos muchachos no tienen la menor posibilidad de triunfar”, dijo Smith al desolado manager. Eso es lo malo de equivocarse con energía: te hundís en el barro hasta la pera. Epstein, que era un zorro astuto en aquella pradera de talentos, cazadores, bendiciones y rechazos, había hecho una especie de acercamiento, más bien había tirado sus redes por si las moscas con la discográfica Parlophone, una subsidiaria de EMI, el sello rival de Decca, con la que “The Beatles” firmaron contrato para su primer disco, producido por George Martin. Y de allí, a la gloria. Si algo podía salir mal para Smith, salió peor.
¿Quién era el riguroso cazatalentos de Decca? Smith, el tipo que le dijo no a Los Beatles, había nacido en Barking, Essex, el 30 de abril de 1935, tenía veintinueve años cuando escuchó a los Beatles por primera vez la mañana del examen. Había estudiado música y cumplió su servicio militar en la Royal Air Force (RAF), como electricista. Después recaló como técnico en la BBC y de allí pasó a Decca con un sueño: recorrer las grandes capitales de Europa en busca de valores geniales y desconocidos de la música clásica. No pudo ser: o no tuvo las capacidades suficientes, o un mal viento le torció el camino. Quedó en Decca a cargo de la producción de orquestas ligeras y algunos vocalistas como el cantante pop Billy Fury. Después de elegir a “The Tremeloes” por sobre “The Beatles”, Smith produjo varios de los éxitos de Brian Poole e hizo grabar al conjunto una versión de un exitazo de los Beatles, “Twist and shout”. Y cuando Poole se separó de The Tremeloes, Smith ató su destino al de la banda, cambió de camiseta y siguió a sus muchachos hasta su nueva discográfica, CBS.
Se reconcilió años más tardes con los Beatles, y los Beatles con él y, ya jubilado, aceptó ser parte de las tradicionales convenciones de fans del más famoso cuarteto de rock de la historia, sólo para reconocer su célebre metida de pata y para admitir que había pecado de centralismo: Liverpool, decía Smith, había desarrollado una cultura musical que los ajenos a la ciudad no entendían. Se supone que hablaba de Londres cuando hablada de “ajenos” a Liverpool. Era la suya una mirada piadosa sobre su histórico yerro. O el señor Smith estaba compinchado con The Tremeloes y dispuesto a beneficiarlos, o esa mañana estaba más sordo que un frontón y no supo ver el potencial que tenía frente a sus narices. Murió a los setenta y seis años y por un enfisema, en Camberley, condado de Sussex, el 3 de diciembre de 2011.
El sello Decca languideció con los años. Se recuperó de los millones no ganados con “The Beatles” cuando firmó contrato con otra banda de muchachos talentosos que rindieron examen ante Dick Rowe y un jurado en el que no estaba ya el señor Smith, sino el beatle George Harrison. Fue por consejo de Harrison que Rowe prestó especial atención a ese grupo, que eran “The Rolling Stones”. Rowe no dejó huir a la tortuga esta vez y firmó contrato de inmediato con ellos: los Rolling fueron uno de los mayores artistas de la compañía. Los años 70 fueron nefastos para el sello. Muchos de los contratos que unía a Decca con otras compañías vencieron y no fueron renovados, entre ellos uno muy importante con la RCA: internas de las grandes compañías que poco tienen que ver con el pentagrama y la clave de Sol. Pero el sello quedó relegado a un repertorio clásico y a algunas ediciones de música pop editadas casi como curiosidades.
Los Beatles fueron los Beatles pese al primer no; revolucionaron la música, impusieron cuatro voces donde antes reinaban dos dúos, crearon temas inolvidables que llegaron hasta el último rincón del planeta y se separaron, como corresponde, con los malos vientos del hastío, la vanidad y el desdén.
De aquellos días de furgoneta y caminos helados, de aceptaciones y rechazos; de aquellos días de vino y rosas, aunque probablemente más de vinos que de rosas, sólo queda una módica enseñanza para popes de empresas discográficas o de cualquier otro rubro, para genios de la música o de cualquier otra actividad y hasta para el común de los mortales: cuando tengas un mal día, déjalo pasar.