En mayo de 1861 la Royal Institution de Londres invitó a un físico escocés a dar una charla sobre su teoría de los colores. Pero en lugar de hablar de los principios, decidió que debía hacer una demostración de que cualquier color podía generarse a partir de los tres primarios. Si tomaba tres fotografías del mismo objeto usando un filtro verde, otro rojo y otro azul y las proyectaba simultáneamente y superpuestas usando los mismos filtros…
Solo había un problema: las placas fotográficas de la época eran sensibles al azul pero por el contrario lo eran muy poco al rojo. Aunque siempre podía probar. En el King’s College tenía un colega, Thomas Sutton, que era un experto fotógrafo y le dijo que le echaría una mano. Tomaron tres fotografías de una cinta de tela escocesa, las superpusieron y se vio maravillosamente.
La audiencia que asistió ese día a la Royal Institution pudo ver la primera fotografía en color de la historia. Y lo más sorprendente: nadie más pudo repetir el resultado hasta muchos años después.
El nombre del científico que lo hizo era James Clerk Maxwell, uno de los físicos más importantes y olvidados de la historia.
Los imponderables
Cuando en la segunda mitad del siglo XVIII el químico francés Antoine Lavoisier presentó una lista de los elementos que componían el mundo los dividió en cuatro grupos. Por un lado estaban los metales, como el plomo o el hierro; por otro, las ‘tierras’: silicio, magnesio, calcio y aluminio; también estaba el grupo de aquellos que por oxidación producen ácidos, como el azufre, fósforo y carbono, y finalmente el grupo del oxígeno, nitrógeno e hidrógeno junto con dos sustancias sin peso, los imponderables: la luz y el calórico. A ambos habría que añadir también el éter, fluido sutil que llenaba el espacio y permitía a la luz viajar por él, y los fluidos eléctrico y magnético. Los cinco se mantendrían como sustancias enigmáticas, ambiguas e inaccesibles hasta bien entrado el siglo XIX. «Son los imponderables, el calor, la electricidad y el amor, quienes gobiernan el mundo», escribiría el médico y fino humorista americano Oliver Wendell Holmes en 1858.
Pero a mediados del siglo XIX todo eso cambió. El calórico, la sustancia que se suponía era la responsable de que los objetos se calentaran, desapareció de los libros de física gracias al esfuerzo de numerosos científicos: Benjamin Thompson, James Joule, William Thomson, Hermann von Helmholtz… Pero la desaparición de las sustancias eléctrica y magnética se debe al trabajo de un único hombre, James Clerk Maxwell. Bien es cierto que se sostuvo en hombros de gigantes como el gran Michael Faraday, pero la revolución conceptual a la que nos condujo y que abrió las puertas a la física del siglo XX fue un logro exclusivamente suyo. No en vano Albert Einstein escribió: «Una época científica terminó y otra comenzó con James Clerk Maxwell».
Padre del electromagnetismo
Su teoría electromagnética, resumida en las cuatro famosas leyes de Maxwell (aunque ninguna de las cuatro fuera descubierta por él) se mantiene como uno de los pilares de nuestro conocimiento del universo. De hecho, la teoría de la relatividad surge en parte por la imposibilidad de reconciliar la teoría electromagnética de Maxwell con la mecánica de Newton. Había que escoger entre una u otra y Einstein optó por contradecir a Newton. Y no solo eso, sino que la teoría electromagnética que formuló en su Treatise on Electricity and Magnetism ha resistido los profundos cambios y revoluciones que ha sufrido la física durante el siglo XX: hasta ese punto es una pieza fundamental en nuestra comprensión del mundo que nos rodea, desde las escalas más pequeñas, el mundo de los átomos, hasta el más grande, el de los cúmulos de galaxias.
Sus ideas eran tan diferentes a las de entonces que sus contemporáneos no sabían qué hacer con ellas; la mayoría de los científicos estaban desconcertados e incluso sus amigos más fieles creían que todo era una fantasía. No era para menos: les estaba diciendo que el espacio que rodeaba a las cargas eléctricas y los imanes no estaba vacío, sino que contenía ‘algo’ que le aportaba nuevas propiedades y cuyo efecto visible era la existencia de fuerzas eléctricas y magnéticas. Y aún más, que cada vez que un imán vibraba o cambiaba una corriente eléctrica, se generaba una onda que se esparcía por el espacio del mismo modo que lo hacían los olas en un estanque tras arrojar una piedra. Y lo más asombroso de todo, que esa onda era la luz.
De este modo, de un plumazo, Maxwell unía bajo una misma formulación la electricidad, el magnetismo y la luz. No es extraño que ante semejante despliegue conceptual sus colegas guardaran silencio. Únicamente en 1888, casi una década después de su muerte, su teoría electromagnética de la luz, tal como él la bautizó en 1864, fue aceptada. Y todo gracias a que uno de los mejores físicos alemanes de entonces, Hermann von Helmholtz, propuso a la Academia de Ciencias de Berlín que ofreciera un premio a quien demostrara experimentalmente que la teoría de Maxwell era correcta. Hoy, su enfoque del problema del electromagnetismo se ha convertido en la manera en que los físicos estudian el resto de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, y junto con su otro trabajo, la cinética de los gases, abrió las puertas a las dos grandes revoluciones científicas del siglo XX: la relatividad y la teoría cuántica.
El increíble legado de Maxwell
Solo esto bastaría para que su nombre apareciera con brillantes luces de neón en la historia de la ciencia. Sin embargo, Maxwell hizo mucho más. Fue el primero en establecer una teoría cuantitativa del color y explicó cómo se podía generar cualquier luz de cualquier color a partir del rojo, el verde y el azul, cosa que comprobamos todos los días al encender la televisión; demostró que los anillos de Saturno estaban formados por miríadas de aerolitos; introdujo los métodos estadísticos en la física creando toda una nueva disciplina que recibe el nombre de, a la sazón, física estadística; puso las bases de la teoría cinética de los gases, que explica el comportamiento de un gas a partir del movimiento de las moléculas que lo componen y relacionó la velocidad y la energía que transporta cada partícula con sus propiedades macroscópicas, como la temperatura o la presión; y colaboró en el diseño y fue el primer director del Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, el centro que, en la actualidad, atesora mayor número de premios Nobel. Por todo ello Maxwell es merecedor de subir al podio de la física junto con Newton y Einstein, aunque muy pocas personas conozcan su nombre y su hazaña intelectual.
Así Maxwell pudo hacer la fotografía en color
Pero ¿cómo consiguió Maxwell aquella fotografía en color? Los expertos de Laboratorios Kodak resolvieron el enigma un siglo más tarde. Según ellos, el experimento nunca debió funcionar porque la placa fotográfica era totalmente insensible a la luz roja y si tuvo éxito fue por una serie encadenada de coincidencias. Por un lado, el tinte de la cinta, además del color rojo reflejaba algo de luz ultravioleta y la solución de Sutton para el filtro rojo tenía un pasabanda en la misma región del espectro ultravioleta. Y no solo eso, sino que la emulsión usada en las placas no era en absoluto sensible al color rojo sino al ultravioleta. Luego lo que realmente había pasado es que la fotografía obtenida con el color rojo, en realidad, había sido obtenida en un rango del espectro invisible al ojo humano.