«Para la mayoría de la gente ‘sé tú mismo’ es un mal consejo […] nadie quiere ver tu verdadero yo». Eso decía Adam Grant hace casi una década y, si miramos el catálogo de filtros de TikTok, Instagram o Snapchat, solo podremos concluir que las grandes plataformas se lo han tomado al pie de la letra. Hasta un punto que da verdadero miedo.
Y digo «miedo» porque, sin lugar a dudas, esa es una de las tres reacciones más frecuentes entre los que han probado el nuevo (y espectacular) filtro de extrema belleza de TikTok. Las otras dos reacciones han sido la incredulidad y la preocupación. De hecho, la cuestión más relevante tiene que ver con esto, con la preocupación… ¿Deberíamos estarlo?
Un filtro realmente alucinante
Lo más curioso (y preocupante) del asunto es que el filtro ni siquiera es un salto cualitativo a nivel tecnológico. Sí, es increíblemente bueno y no, no parece tener latencia, ni se ve afectado por otros problemas típicos de estas tecnologías. Pero no deja de ser un filtro más. Sabiendo qué parámetros tocar (piel perfecta y buen tono, maquillaje, labios, etc), solo cambia la velocidad y precisión con que lo hace.
Y, sin embargo, tiene a muchísima gente maravillado. Y a otra tanta con los pelos de punta.
Problemas y consecuencias
Hace un par de años, el Wall Street Journal publicó una serie de informes internos de Facebook (Meta) en los que se reconocía que «un 32% de chicas dicen que cuando se sienten mal con su cuerpo, Instagram las hace sentir peor». Algo que, por si había alguna duda, negaban en público una y otra vez.
Desde 2019, los informes internos concluían que Instagram «empeoraba los problemas de imagen corporal en una de cada tres chicas adolescentes» y que «los adolescentes culpaban [a la red social] de los aumentos en la tasa de ansiedad y depresión». Y esto ni siquiera era lo peor.
Y es que los informes daban auténtico pavor: «entre los adolescentes que declararon tener pensamientos suicidas, el 13% de los usuarios británicos y el 6% de los estadounidenses atribuyeron el deseo de suicidarse a Instagram». Sabiendo la íntima relación que parece haber entre las redes sociales y la salud mental, ¿cómo no vamos a preocuparnos?
El problema de fondo, como señalaba Francisco Tabernero, psicólogo cognitivo conductual y especialista en trastornos de ansiedad, en esta misma casa, es que la imagen que se proyecta en estas redes sociales (y el éxito y popularidad de las mismas) «se convierte en un sistema de referencia para calcular su valía personal». Algo que pasa cada vez más a menudo
Llueve sobre mojado
No hay que olvidar que, en la actualidad, los niños, adolescentes y jóvenes están inmersos en una verdadera epidemia de baja autoestima y niveles profundos de infelicidad. La fotografía más nítida de este problema nos la aporta ChildLine, una especie de ‘teléfono de la esperanza’ británico para niños y jóvenes menores de 19 años. En 2015, la organización recibió 35.244 llamadas con cuestiones sobre, y cito textualmente, ‘la imposibilidad para ser felices’.
Fueron un 9% más que en 2014 y, desde entonces, las llamadas no han dejado de crecer a un ritmo parecido. Tanto es así, que en muy pocos años, las llamadas en torno a la insatisfacción vital han alcanzado a los temas que ‘lideraban’ los rankings, las relacionadas con autolesiones y trastornos alimenticios.
Tampoco puede decirse que sea un fenómeno británico. En una encuesta realizada por las Girls Scouts de Estados Unidos, el 74% de las niñas reconocían tratar de parecer más ‘cool’ en las redes sociales de lo que eran en la vida real y si examinamos el caso español encontramos también tendencias del mismo tipo.
Es tan evidente que hasta los afectados son conscientes de este perjuicio. Como explicaban desde EU Kids Online, un proyecto de investigación de la London School of Economics con la colaboración de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), los menores conocen todos estos impacto negativos, aunque no los eviten. Es más, «a muchos de ellos no les preocupan».
Pero ¿a quién les preocupan?
Ni a ellos, ni tampoco a los adultos que se escandalizan, pero no toman demasiadas medidas para resolver el problema. En parte, porque también nos afecta a nosotros. “Estoy convencido de que la tecnología digital amplifica más los peores aspectos de la psicología moral humana y amplifica la polarización», nos explicaba Jonathan Haidt, psicólogo de la Universidad de Nueva York.
“Nuestra psicología moral está diseñada para ayudarnos a mostrar nuestras virtudes a los demás y formar coaliciones” con nuestros vecinos. “Muchas de estas cosas funcionan a pequeña escala, pero cuando conectamos digitalmente con miles de personas o más, las presiones sobre cada persona se vuelven abrumadoras. Las personas en internet no son honestas sobre lo que les gusta o sobre lo que apoyan”, explicaba.
Personalmente, no soy tan pesimista como Haidt. Estoy de acuerdo en que, a corto plazo, los cambios que han supuesto las tecnologías de la información pueden causar enormes problemas. Sobre todo, porque han hecho añicos muchas de las formas en las que nos comportábamos y eso, como estamos viendo, puede tener un impacto muy pernicioso en los más vulnerables.
Sin embargo, creo que hay buenas razones para creer que la sociedad y la cultura tienen mecanismos más que suficientes para hacer frente al problema.
Aprender a vivir con los filtros
De lo que no estoy tan seguro es de que esto tenga un impacto social serio a largo plazo. Por lo que sabemos sobre la mentira en las sociedades humanas, lo más probable es que los filtros pierdan la capacidad de engañar en cuanto empiecen a usarse de forma masiva. O, en caso contrario, lo más probable es que dejemos de usarlos (y que hacerlo empiece a ser considerado algo muy reprobable).
Y es que, pese a lo que tendemos a creer, las mentiras son algo muy poco común en las sociedades humanas. Un ciudadano medio emite 1.66 mentiras piadosas y 0.41 mentiras grandes de media a lo largo del día. Casi nada. Sobre todo si tenemos en cuenta que las mismas investigaciones nos dicen que «unas pocas personas son responsables de la mayor parte de las mentiras que se producen»; es decir, que la mayor parte de la gente es honesta durante la mayor parte del tiempo.
Sí, sé que suena raro. Y es aún más contraintuitivo si tenemos en cuenta que somos realmente malos detectando si alguien miente o no. A efectos prácticos, la probabilidad de saber si una persona está mintiendo o no es del 54%. Es decir, solo ligeramente mejor que el azar. Y, de hecho, ni siquiera ese 4% se debe a nuestra capacidad, sino a los «mentirosos transparentes»: gente que sencillamente no sabe mentir.
Sobre la marcha, ni siquiera los profesionales mejor entrenados para ello (policías, jueces o fiscales) son capaces de pillar a un mentiroso con fiabilidad. Los pillan a posteriori, cuando sus historias y versiones empiezan a fallar.
¿Cómo es posible que no sepamos saber si alguien miente y que no nos aprovechemos de ello continuamente? Pues sencillamente, porque en un mundo donde detectar al mentiroso es muy difícil, la reputación es todo y jugar con ella es muy arriesgado. Ese es el mundo también de los filtros de extrema belleza: un mundo en el que querer hacer pasar eso por la realidad, no sale rentable.