En medio de la ventisca se vislumbran banderas rusas, una escultura glorificando el comunismo o un busto de Lenin. Sorprende encontrar estos emblemas en suelo occidental, pero el archipiélago noruego de Svalbard ostenta un estatus especial en pleno corazón del Ártico.
A un millar de kilómetros del polo norte, este territorio con el doble de superficie que Bélgica se considera a veces el “talón de Aquiles” de la OTAN en el Ártico al ofrecer la oportunidad a Rusia o China de dejar huella en esta región estratégicamente importante y económicamente prometedora.
¿El motivo? Un tratado atípico, firmado en 1920 en París, que reconoce la soberanía de Noruega sobre Svalbard, pero garantiza a los ciudadanos de los Estados firmantes (46 en la actualidad) la libertad de explotar sus recursos naturales “en base de perfecta igualdad”.
Gracias a ello, hace décadas que Rusia, y antes la Unión Soviética, extrae carbón en estas islas habitadas por menos de 3.000 personas de unas 50 nacionalidades.
En este lugar gélido, con temperaturas alrededor de los -20 ºC en invierno, la presencia rusa se perpetúa en el pueblo de Barentsburg, donde se levanta una escultura gigante con el lema “Nuestro objetivo: el comunismo”.
Unos 370 rusos y ucranianos del Donbás viven en torno a una mina de carbón de baja calidad. En una posición elevada del pueblo se sitúa el consulado de Rusia, moderno y protegido por rejas, con un interior de mármol lujosamente decorado.
“Spitzberg (la denominación histórica de Rusia para el archipiélago) está cubierto del sudor y la sangre del pueblo ruso durante décadas”, dice el cónsul Serguéi Guschin. “No discuto que es un territorio noruego, pero forma parte de la historia rusa”, añade.
Argumentando que sus pescadores y cazadores acuden a estas latitudes desde el siglo XVI para capturar ballenas, focas y osos polares, y su importante papel económico en las islas, Moscú quiere tener voz en la gobernanza de Svalbard.
El argumento medioambiental
La isla más al sur del archipiélago, Bjørnøya (la isla de los Osos), se encuentra cerca de las aguas que los submarinos nucleares rusos de la poderosa Flota del Norte deben tomar para llegar al océano Atlántico.
“El principal interés de los rusos es evitar una situación en que otros puedan usar el lugar con fines ofensivos”, analiza Arild Moe, investigador del Instituto Fridtjof Nansen en Oslo. “Para conseguirlo, van a mantener una presencia razonable y estarán muy atentos a qué ocurre”, añade.
Tras pedir en vano una cogestión al terminar la Segunda Guerra Mundial, Moscú reclama ahora, tampoco sin mucho éxito, “consultas bilaterales” para levantar las restricciones que refrenan sus actividades en el archipiélago.
Ante el largo declive de su mina de carbón, Barentsburg ha diversificado su actividad hacia la investigación científica y el turismo.
La gente acude en moto de nieve o en barco, en función de la estación del año, para admirar lo que durante décadas fue una ventana al mundo soviético desde el otro lado del Telón de Acero.
Todos estos vestigios “los guardamos aquí no porque aspiremos todavía al comunismo, sino porque valoramos nuestro patrimonio y porque a los turistas les gusta tomarse fotos con ellos”, dice la guía e historiadora Natalia Maximishina.
Pero Moscú reprocha a las autoridades noruegas que dificulten estas actividades, por ejemplo, limitando en nombre del medioambiente los vuelos en helicóptero.
“Hemos empezado a desplegar reservas naturales alrededor de los asentamientos rusos”, reconoce el antiguo diplomático Sverre Jervell, arquitecto de la política noruega en la región del mar de Barents. “Sobre todo después del fin de la Guerra Fría y la disolución de la URSS, cuando Barentsburg apenas podía subsistir”, explica.
¿Fue para frenar las ambiciones rusas? “No oficialmente, pero en realidad, sí”, reconoce. “Teníamos buenos argumentos: es una naturaleza muy frágil. Pero particularmente protegimos los espacios alrededor de los asentamientos rusos”. Fuente: Infobae