Drew Barrymore tropezó al entrar al estudio del popular programa de John Carson, pero le explicó risueña que era por culpa de sus zapatos nuevos. Se sentó en el sillón con los piecitos colgando y se cruzó de piernas, seductora: “Esperé toda mi vida para conocerte, y finalmente estoy en tu show”.
Llevaba un vestidito rosa y una cola de caballo atada con un moño de raso. Se había hecho famosa como Gertie, la adorable nena de E.T. de Steven Spielberg, una película –la cuarta más exitosa de todos los tiempos– en la que todos los personajes eran de por sí adorables.
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Entonces, le reveló a Carson que estaba usando paletas postizas para tapar el agujero de los dientes de leche que se le acababan de caer, se las sacó y las puso sobre su escritorio. Con solo siete años, tenía al conductor del momento en un puño.
En 1982, nadie sospechaba que detrás de esa niña prodigio había una historia familiar de violencia, abandono y alcohol que la expondría antes de los diez años a excesos inimaginables para la mayoría de los adultos.
Drew tenía unos 8 años cuando su madre y entonces manager, Jaid, empezó a llevarla con ella y sus amigos a fiestas en el mítico club Studio 54 por lo menos cinco veces por semana. Se había separado de su padre, el actor John Drew Barrymore, un alcohólico violento y abusivo que había heredado el nombre, el oficio y la patología de su progenitor.
En su primer libro de memorias, Little Girl Lost” (1990), que escribió al salir por segunda vez de rehabilitación –¡a los 14 años!– Barrymore cuenta que probó su primera cerveza, su primer cigarrillo y bailó su primer lento con un hombre a los 9 años. Y valen las repeticiones, porque en la historia de la actriz –como en 50 first dates (2004) aquella genial comedia que protagonizó con Adam Sandler, una de sus parejas preferidas en la ficción–, hubo tantas primeras veces como segundas oportunidades.
Si el que le dio aquella cerveza iniciática fue Robert Downey Jr, para los 11, Barrymore ya había probado la marihuana y comenzó a tomar cocaína como parte de su rutina en el club Silverlake, uno de los lugares favoritos de Jack Nicholson y Madonna. “Nos desmayábamos y nos quedábamos dormidos en el balcón durante horas, y después nos despertábamos con dolores de cabeza monumentales por la combinación del alcohol y de haber estado acostados al lado de los parlantes”, escribe. También cuenta que se ahorraba lo que le daban para los taxis en las películas yendo en rollers a todos lados: “El efectivo era valiosísimo para las salidas nocturnas”.