Se cuenta que en cierta ocasión preguntaron a la célebre antropóloga estadounidense Margaret Mead cuál era, a su juicio, el primer signo de civilización de la Humanidad. Muy posiblemente el entrevistador esperaba que hablara de una piedra de moler, de una olla de barro o, quizás, de un anzuelo. Sin embargo, Mead explicó que en el reino animal si te fracturas una pierna estás muerto, no puedes conseguir ni comida ni agua y, además, tampoco puedes escapar de los depredadores, por esta razón no disponemos de ninguna fractura de fémur que haya soldado de ningún animal en libertad.
La excepción somos los seres humanos. Sí disponemos de antepasados nuestros que vivieron en la Prehistoria y que sufrieron una fractura femoral que acabó soldando, lo cual nos explica, de forma indirecta, que alguien se quedó al lado del enfermo, lo cuidó, inmovilizó su fractura y le proporcionó todo lo que necesitaba hasta que pudo volver a caminar. Aquellas personas anónimas fueron los primeros médicos de la historia de la humanidad.
El padre de la medicina
En el siglo V a. C. vivió Hipócrates, el padre de la medicina y el creador del juramento que lleva su nombre. Este médico griego rechazó por vez primera en la Historia de la Medicina la superstición, la magia y el poder de los dioses como el origen de las enfermedades, defendiendo que había que buscar una explicación física y racional de las mismas.
Casi dos siglos más atrás vivió un médico hindú –Sushruta- que escribió el Sushruta Samhita, un libro en el que, a lo largo de sus 184 capítulos, aparecen descritas más de mil enfermedades y setecientas plantas medicinales.
Etimológicamente Sushruta significa “muy famoso” o “muy escuchado” y la verdad es que no era para menos. Este médico fue un cirujano afamado que fundó el Ayurveda, la Ciencia del correcto vivir o Conocimiento de la vida, nombre con el que se conoce la medicina tradicional de la India.
Papiros egipcios
A pesar de su antigüedad tenemos que echar la mirada mucho más atrás en la línea del tiempo para asistir al alumbramiento del papiro de Ebers, uno de los más antiguos tratados médicos conocidos. Fue redactado durante el reinado de Amenhotep I, de la dinastía XVIII, hacia el 1500 a. C.
El papiro de Ebers contiene un tratado del corazón, en el que destaca la preponderancia de este órgano dentro de la medicina egipcia, allí se describen trastornos mentales, se dan recomendaciones sobre métodos anticonceptivos y se incluyen recetas mágicas para hacer frente a determinadas enfermedades. Así, por ejemplo, se señala que la leche de una madre recién parida puede curar quemaduras.
El papiro de Smith es todavía más antiguo, se ha datado hacia el 1600 a. C., y se cree que es una copia de un papiro más arcaico que podría haber correspondido al “Libro Secreto del Médico” cuya autoría se ha imputado a Imhotep.
El sabio que nació a orillas del Nilo
Imhotep fue médico, ingeniero, arquitecto y astrónomo, un sabio en el más literal sentido de la palabra. Sus conocimientos del cuerpo humano y de las enfermedades fueron tan aplaudidos que, tras su muerte, fue elevado al rango de dios de la medicina y de la sabiduría. Se le suele representar sentado, al igual que los escribas, y con un papiro desplegado sobre sus rodillas.
Actualmente se considera que Imhotep es el más antiguo de los médicos egipcios conocidos. Vivió y trabajó durante la III dinastía del viejo reino –hacia el 2650 a. C.- y fue arquitecto del faraón Zoser, para el que construyó la célebre pirámide escalonada de Saqqarah.
El primer médico fue mesopotámico
En el museo parisino del Louvre se conserva un sello mesopotámico de Ur-Lugal-edin, un galeno que vivió en el tercer milenio antes de Cristo y que, hasta el momento, ostenta el título del médico más antiguo de nombre conocido. En el sello se puede observar su emblema personal: dos cuchillos rodeados de plantas medicinales.
Gracias a las tablillas cuneiformes sumerias sabemos que los médicos mesopotámicos se afeitaban la cabeza y que había tres tipos de “especialistas” con unas funciones perfectamente definidas: baru, asipu y asu.
Los baru se encargaban exclusivamente de realizar el diagnóstico, los asipu eran equivalentes a lo que hoy en día llamamos magos o curanderos, ya que se encargaban de recitar plegarias y cánticos para ahuyentar a los demonios y, por último, estaban los asu, que eran los médicos que utilizaban plantas medicinales para curar las enfermedades. Muy posiblemente Ur-Lugal-edin pertenecía a esta última categoría, a la de los asu.
Cuando un mesopotámico enfermaba lo primero que tenía que hacer el médico era identificar qué demonio había causado la enfermedad, para ello recurría a técnicas adivinatorias como era el vuelo de las aves, la posición de los astros o el dibujo que realizaba una gota de aceite en un recipiente con agua. En algunos casos se llegaba a sacrificar a un animal para analizar su hígado, una técnica, que se conocía como hepatoscopia, debido a que se pensaba que era en este órgano en donde residía el alma.
Para referirse a la enfermedad los mesopotámicos empleaban la palabra shertu, que además significaba pecado, impureza moral y castigo divino, lo cual pone de manifiesto la intrínseca relación que existía entre la enfermedad y el pecado.