Chino | Opinión | EL PAÍS

"Antes de hablar del mundo a un niño, es conveniente aceptar la premisa de que el mundo es inexplicable", dice un hombre mayor a un joven que moja un churro en café con leche. Son las nueve de la mañana de un lunes nublado y mohoso. Supongo que el hombre mayor es el padre del joven y que ambos acaban de dejar al nieto del primero y al hijo del segundo en la escuela. Mientras el té se enfría, me pongo en esa posición, al explicarle el mundo a un niño. En esto, me doy cuenta de que he dejado mi billetera en casa y que no tengo dinero para el desayuno. El camarero dice que no te preocupes, que le pagaré mañana. Como la ensaimada, bebo el té y salgo a la calle, sin dudar si volver a buscar la billetera o establecer en mi camino una corriente de deudas. Me decido por el camino y también le debo el periódico. Mientras todo esto está sucediendo, le estoy diciendo mentalmente a un niño imaginario lo que está sucediendo. Les explico que me he ido de casa sin dinero, pero que como todos nos conocemos en el vecindario, puedo comprar a crédito. El pequeño no dice nada, seguramente porque es lo que me conviene, que no abre la boca.

Pronto, una mujer coja aparece recogiendo con una bolsa de plástico los excrementos de su perro, muy sólidos, y me desvío un poco para que el niño no lo vea y evite así censurar el sistema digestivo de los mamíferos. Continuamos, entonces, nuestro camino a la tienda china donde también compro una barra de pan. Ya a punto de entrar en la casa y decirle adiós al niño imaginario, contento con la lección de economía financiera que le acabo de dar, me mira y me pregunta quiénes son los chinos. Otro día te lo explico, te lo digo cerrando la puerta rápidamente, para que no se me escape.

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