Hace unos días, se publicó un estudio que proponía la poligamia como una solución para el colapso demográfico. Según el investigador de la Universidad de Oslo, Mads Larsen, los estudios muestran que «las mujeres -y los hombres- optan cada vez más por permanecer solteras antes que casarse con alguien a quien consideran de estatus insuficiente”.
Es más, «en repetidas encuestas, [se] descubrió que el 70% de las mujeres preferirían ser la segunda esposa de un multimillonario antes que la esposa exclusiva de un hombre normal». El estudio tiene muchos huecos y merecería un análisis detallado, pero el hecho que se viralizara es un síntoma claro de la confusión contemporánea en torno a esa cosa que llamamos «encontrar pareja». Y, sin embargo, es algo sobre lo que sabemos cada vez más.
El amor es una cosa
Pese a la popular idea de que el amor es un producto netamente europeo, lo cierto es que eso es cada vez menos sostenible. En 1992, Jankowiak y Fisher investigaron 166 culturas históricas y encontraron que había referencias claras al amor en 147; esto es, en el 88,6% de los casos.
Por otro lado, analizaron las prácticas de emparejamiento de distintas culturas actuales y concluyeron que el amor romántico era claramente detectable en 78 de los 79 grupos analizados. No está claro si ‘love is in the air’, pero sí que está en todas partes: en todas las culturas.
Desde entonces, no hemos dejado de tener cada vez más evidencias (Stewart-Williams y Thomas, 2013) que sugieren que el amor es la forma que tienen los seres humanos de emparejarse.
Una cosa muy compleja y dinámica
Eso no quiere decir que sea algo sencillo. Al contrario, el amor (construido sobre un sinfín de impulsos emocionales, intuiciones morales y sentimiento sociales) tiene muchísimas facetas, recovecos y factores. La cultura es precisamente el resultado de nuestros esfuerzos por adaptar todo esos engranajes psicofisiológicos y conductuales al contexto en el que nos movemos.
Frente a una «psicología popular evolucionista» que una lleva años ‘divulgando’ la idea de que las hembras (por el hecho de invertir más en el embarazo y crianza de los hijos) priorizan el estatus socioeconómico de sus parejas y los machos (por el hehco de invertir mucho menos) priorizan la deseabilidad sexual; la última ciencia del emparejamiento muestra que el proceso es mucho más complejo y dinámico.
Nos adaptamos continuamente al medio y, aún en el caso de que esos principios antropológicos estén de fondo, la conducta social de las personas puede ser exactamente la contraria. Más ahora que (gracias a los métodos anticonceptivos) ese «riesgo» de las hembras se ha reducido radicalmente. Amamos de muchas formas. De cada vez más formas. O, mejor dicho, amamos con énfasis cada vez más irreconciliables.
Por eso, como nos recordaba Giddens en su clásico «Las transformaciones de la intimidad», mientras el amor romántico enfatizaba las características «sublimes» del amor o el amor tribal enfatizaba las características «deónticas», el amor actual (‘confluyente’, lo llama) pone los elementos eróticos en el centro de la relación. Ninguno de estos ‘amores’ anula el resto de características, pero sí las modula para adaptarlas a la realidad socioeconómica del momento.
¿Sexo? No, gracias
Socioeconómica y sociotecnológica, de hecho. Porque fue la «revolución sexual» la que con el advenimiento de la independencia financiera de la mujer, la aparición de los anticonceptivos y la rapidísima secularización de la sociedad, la que introdujo una serie de cambios en la ‘imagen cultural’ que las sociedades contemporáneas tienen sobre el amor que permitió, sin ir más lejos, dar un espacio a las relaciones homosexuales que, hasta el momento, no tenían.
Encontrar pareja dejó de ir de «buscar alguien que nos completara» y, siempre según Giddens, pasó a convertirse en construir un espacio donde priman «la intimidad, la cercanía y la emoción». El problema es que, esto que suena tan bien en la teoría, tiene consecuencias en la práctica.
La más evidente, como señalaba Kate Julian, es que, pese a vivir en las sociedades más tolerantes con el sexo de la historia del Humanidad, los jóvenes viven en medio de una fuerte recesión sexual. Los jóvenes tienen menos sexo y a edades más tardías que las generaciones anteriores.
Entre 1991 y 2017, el porcentaje de estudiantes norteamericanos que habían tenido relaciones sexuales disminuyó del 54% al 40%. En Países Bajos, la edad media de la primera relación sexual aumentó de los 17,1 años en 2012 a los 18,6 años en 2017. En España también vemos un fenómeno parecido: aunque entre 2000 y 2010, la edad bajó casi dos años, en la última década la tendencia se ha invertido.
Pero, en realidad, la «recesión sexual» de la que habla Kate Julian va más allá del sexo y esconde una disminución del contacto físico en general. En Países Bajos, por ejemplo, los investigadores están muy intrigados por el rechazo que los jóvenes parecen haber desarrollado a cosas como los besos; y es un fenómeno que vemos replicarse en muchos lugares del mundo. En cierta forma es como si las formas en que nos relacionábamos, las cosas que estimábamos, las cosas que nos ayudaban a orientarnos en el mundo social estén perdiendo validez.
El reto de aprender a encontrarnos
Y de ellas se deriva la «gran confusión» sobre la que hablaba antes. Primero, porque no todas las «ideas sobre el amor» se popularizan a vez por todas las capas de la población y menos aún en unas sociedades tan ‘abiertas’ y diversas como las actuales. Es decir, a menudo cuando varias personas «salen al mercado» buscan cosas distintas.
En segundo lugar, porque los cambios que han supuesto las tecnologías de la información requieren toda una revolución en la cultura de la cita, el cortejo y el emparejamiento. No sólo estamos aprendiendo lo que queremos, sino qué señales son las fiables y qué estrategias podemos seguir para conseguirlo.
A todo esto hay que sumar un pequeño detalle que normalmente se nos pasa por alto: somos mucho más. No porque haya más gente en edad de emparejarse (que demográficamente en los países occidentales, no es el caso), sino porque precisamente esas tecnologías han hecho añicos muchas de las estratificaciones sociales que limitaban y orientaban el proceso de encontrar pareja.
Lo que antes se jugaba en un puñado de entornos sociales (o en un golpe de suerte), se ha convertido en una accesibilidad casi infinita a personas de toda índole, procedencia y estrato social. Las opciones son muchas más: pero los códigos, los círculos y los sueños personales también lo son. Nuestra capacidad para entendernos cuando nos encontramos se reduce.
Por eso, el gran reto de la sociedad (y lo que están estudiando antropológos, psicólogos y sociologos en tiempo real) es cómo diseñamos nuevas estrategias para que, como decía Platón hace ya más de 2500 años, cuando encontremos a nuestra otra mitad «la abracemos y nos unamos, con un ardor tal, que abrazadas […] no queramos hacer nada la una sin la otra».