«Nadie freirá un huevo en su casa en tres años». La frase es del aragonés que está detrás de los huevos fritos refrigerados del Mercadona, Javier Yzuel. En una entrevista en EPE, Yzuel explicaba la rocambolesca historia de un producto que lleva semanas generando un gran revuelo en las redes sociales y los lineales del supermercado.
Sin embargo, el asunto va mucho más allá de la anécdota. Los huevos refrigerados son solo el paso más reciente y llamativo de algo que nos cuesta aceptar, pero que da la razón a Yzuel: no es tanto que cada vez cocinemos menos (que también), sino que estamos cambiando la forma en la que entendemos el hecho mismo de cocinar.
Si nos vamos a los datos, la situación puede ser confusa. En las últimas décadas, la cocina casera había estado en declive claro. Los millenials comían un 30% más a menudo en restaurantes que cualquier otra generación; cuando cocinaban, dedicaban menos tiempo (una hora menos a la semana que la generación X) y, cuando compraban, se decantaban más por comidas preparadas, pastas y dulces que el resto. Estos datos son estadounidenses, pero podíamos encontrar un proceso similar en todos los países occidentales.
Sin embargo, en los últimos años (pandemia mediante), algo parece haber cambiado. Este mismo año, la encuesta World Cooking Index de Gallup decía que la cocina casera había aumentado en España un 10% respecto a hace 4 años. Parte de eso, se explica porque la generación Z (los actuales veinteañeros) se han vuelto más ‘caseros’: comen 3,9 cenas semanales en casa aumentando un 9% respecto al estudio anterior. Una cifra que es la mitad que los mayores de 65 años, pero que empuja la recuperación de la cocina.
Una cocina que, por lo demás, es un fenómeno eminentemente sociocultural y tiene una conexión muy directa con cómo se organizan productivamente las sociedades. No obstante, eso solo explica una parte pequeña del cambio. Al fin y al cabo, los millenials también han empezado a cocinar más que antes. El factor clave es otro: que la definición de cocinar ha cambiado. Sin llegar a los extremos de EEUU (en los que emplatar en casa comida preparada del súper empieza a considerarse ‘cocinar’), lo cierto es que en nuestro país sólo el 28% de los españoles cocina a partir de alimentos frescos.
Esto requiere un poco de perspectiva. Si pensamos en la cocina como un conjunto de fases amplio que va desde el producto original sin procesar hasta la comida emplata en la mesa del comedor, podemos ver que lo que está ocurriendo es que cada vez hay un mayor número de esas fases que se están sacando de fuera de las cocinas domésticas.
No es un fenómeno nuevo, claro. Los alimentos de cuarta gama (envasados crudos, mínimamente procesados y listos para cocinar) se empezaron a introducir a finales de los 80 en España. Hablamos de frutas y hortalizas lavadas, peladas o troceadas; y, aunque llevan 35 años con nosotros, solo recientemente se han introducido en el día a día de forma completa.
Por su parte, la quinta gama, los productos listos para comer, han inundado el mercado en los últimos años. No obstante, la mayor apuesta en este sentido, el ‘Listo para comer’ de Mercadona, sufrió el impacto de la pandemia y eso ha frenado el desarrollo del mercado (pese a crecer con fuerza).
En definitiva, la introducción de procesos industriales propios de cadenas de comida rápida en la alimentación habitual de los ciudadanos está empezando a transformar progresivamente la cocina doméstica en un punto de acabado. Basta con leer la entrevista a Yzuel, para comprobar que los huevos fritos refrigerados surgieron conceptualmente para surtir de huevos fritos ‘canónicos’ a hamburgueserías, hospitales y prisiones. El salto al consumidor final es solo la progresión lógica de este proceso. Esto tiene problemas derivados, sí; pero ninguno de ellos es realmente irresoluble en el medio plazo.
Hablo ahora de la cocina tradicional, del desarrollo doméstico de todos esos procesos de transformación de alimentos. Y la respuesta es que, curiosamente, no. Las tendencias nos marcan un futuro mucho más asimétrico. Con la cocina volviéndose más recreativa; y la alimentación dependiendo cada vez más de la industria de procesamiento y elaboración.
Es eso lo que explica (al menos en parte) el boom reciente de la repostería, la panadería, el café de especialidad, el crockpotting, la cerveza artesana. Es decir, la progresiva ‘hobbificación’ de la cocina que se valora más como una afición o una actividad lúdica que por su funcionalidad nutritiva. Ese parece el futuro, si las tendencias se siguen profundizando.