Luis Molina Achécar está consciente de sus fortalezas y debilidades; es un trabajador incansable; sabe anteponer su familia a cualquier actividad no esencial y es de esos con la habilidad para simplificar la complejidad de la existencia en principios guías con sello de inmutabilidad.
Son de las conclusiones a que se puede llegar tras una una hora y cincuenta y ocho minutos de conversación con el experimentado banquero, cuyas primeras labores profesionales fueron desarrolladas en el campo de la enseñanza y la ingeniería.
Es el primogénito de cuatro hermanos y nació en 1947 en el municipio Pimentel de la provincia Duarte. “Ser el primogénito te da cierta relevancia. Uno entiende que está llamado a ocupar el lugar del padre y debe prepararse para ello”. A su padre, dice Molina, debe mucho de en lo que posteriormente se convirtió.
Lo describe como un autodidacta con una bonita caligrafía y que solía consumir libros de aritmética, además de otros tópicos, lo que le permitió apreciar el valor de la educación.
Luego de agotar varias tandas como empleado, Molina padre, montó un negocio de granos en Pimentel.
También comerciaba pescados adquiridos en Sánchez, los que preservaba con sal, pues no había electricidad.
Su madre Juana Achécar era la de “las pelas”, aunque a la vez Molina la describe como consentidora.
“Creo que fuimos criados por padres gallinas, esto así porque tenían un alto sentido de protección”.
Esa protección hizo mella en su comportamiento, reteniéndole de cometer muchas de las travesuras en las que incurrían los infantes pimentelenses, como encaramarse al ferrocarril que unía Sánchez con la Vega.
“Eres el hijo de Juana cuidado con lo que haces”, solían advertir los vecinos.
Luego su papá consiguió un trabajo en una compañía que construía una carretera que enlazaría Puerto Plata con Nagua, lo que implicó la mudanza de la familia según la necesidad del proyecto.
Fue en esa época cuando se fijó en la ingeniería.
Si bien su padre era un empleado administrativo, compartía con los constructores y “cuando papá compartía con sus amigos solía decir: a ese lo hago ingeniero aunque se pinche el cielo”.
“Era bueno en matemáticas y tenía la visión de ser ingeniero, pero me gustaba la literatura y era bueno en biología. Me aprendía de memoria los discursos de Eugenio Dechamps (orador político) porque en esa época la memoria era prodigiosa”, dice Molina.
A sus 13 años, se fue a vivir con unos tíos a San Francisco de Macorís para iniciar la secundaria, la que completó en 1964, poniendo inmediatamente su mirada en la Universidad de Santo Domingo.
Período de la guerra
Fue admitido en la universidad en marzo de 1965, un mes antes de la revuelta.
“Pasamos mucho trabajo porque la comida era escasa.
Me tuve que quedar un tiempo en la capital. Veníamos a la universidad y nos comíamos los mangos verdes, hasta que un tío, encomendado por papá nos vino a buscar”.
Molina habla en plural porque incluye en su declaración a su primo, Quilvio Manuel, con quien, una vez de vuelta en Pimentel empezó a planificar salir del país.
“Ese período fue difícil y Molina confiesa haberse sentido acorralado.
En Nueva York
Fue así como maduró la idea de solicitar un visado estadounidense que les fue concedido. El destino fue Nueva York. Allí trabajó en una fábrica de juguetes ganando cincuenta dólares semanales utilizados en transporte, alquiler, comida y lavandería.
Hizo de ascensorista y de encargado de un edificio de apartamentos hasta que la universidad volvió a abrir sus puertas.
“Me hizo tilín”
Allí se inscribió “con tanta suerte”, que el número de matrícula que seguía al suyo le tocó a una joven estudiante de psicología de nombre Maritza Maríñez, lo que los llevó a compartir clases en sus primeros semestres, contacto que cimentó una relación amorosa que perduró por 54 años. “Me dio un flechazo. esa me hizo tilín”, afirma Molina entre risas.
Tenían 23 años cuando se casaron. Maritza trabajaba en un colegio mientras que Molina era monitor universitario y ganaba 72 pesos mensuales.
La unión matrimonial no fue del agrado familiar en sus inicios, porque comprometía a Luis cuando todavía no había acabado sus estudios universitarios. Pese a lo retador de la tarea, terminó la carrera con honores, graduándose de ingeniería con la distinción de Magna Cum Laude y ya como padre de tres hijos. “Éramos Maritza y mis tres diplomas, durmiendo muchas veces sólo dos o tres horas por día”, afirma.