La historia es antigua, pero (tal y como la recuerdo) la contó Foster Wallace: «están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice, ‘Buen día, muchachos ¿Cómo está el agua?’ Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta ‘¿Qué demonios es el agua?'».
Pues bien, el agua es eso que está a punto de cocer a los dos peces, al pez más viejo, a las algas de alrededor y todos los ecosistemas que hay a miles de kilómetros de distancia.
Los océanos están tremendamente calientes. Aterricemos los datos: según Copernicus, la temperatura de la superficie de los océanos subió a 20,96 grados el 30 de julio pasado. El récord anterior había sido de 20,95 y se alcanzó grados en marzo de 2016. No es solo cosa de los satélites europeos, claro.
La NOAA, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA), utilizando una base de datos distinta, ha registrado tendencias similares en los últimos meses. La cosa está clara.
Sobre todo porque en 2016, los océanos del mundo alcanzaron ese pico gracias a un detalle muy específico: uno de los fenómenos de El Niño más poderosos que se recuerdan. Alcanzamos esa temperatura en el pico de aquel superNiño, de hecho. Ahora tenemos un El Niño a las puertas, sí; pero no parece que vaya a ser tan fuerte como el 2015 y, bueno, ni siquiera ha empezado realmente.
¿Qué significa esto? Para no andarnos por las ramas, creo que lo más sensato es atender al criterio de la Organización Meteorológica Mundial: «los efectos de las olas de calor marinas incluyen la migración de especies y extinciones, la llegada de especies invasoras con consecuencias para la pesca y la acuicultura».
Es decir, que las partes más afectas van camino de convertirse en desiertos. En enormes extensiones de agua vacía. Completamente vacía.
¿Y por qué está ocurriendo? Al contrario de lo que suele transcender, el debate científico en torno al clima es enorme. Fundamentalmente, porque aún sabemos demasiado poco. Este año están pasando muchas cosas (El Niño, los problemas con la corriente del chorro, la explosión del Hunga Tonga, el ciclo solar, los cambios en las corrientes oceánicas, las dinámicas extrañas del polvo sahariano) y querer cerrar el debate en torno a una sola explicación no es hacer ciencia, es «arrimar el ascua a la sardina» de cada uno.
No obstante, con los datos que tenemos en la mano, todo parece apuntar a que el factor fundamental es que «las aguas se calientan al captar la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero».
Sea como sea, el resultado es el mismo: que «estamos viendo olas de calor marinas en lugares inusuales, donde no se había predicho», explicaba Samantha Burgess, científica climática de Copernicus, en la BBC. No le falta razón. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, «las olas de calor marinas duplicaron su frecuencia e intensidad entre 1982 y 2016». Y van a ir a peor.
Eso va a tener consecuencias ecológicas devastadoras, pero no solo ecológicas. También económicas. Sin contar manipulación, procesado, distribución y venta, más de 58,5 millones de personas viven directamente de la pesca en todo el mundo. Todo eso se va a desvanecer como un azucarillo en agua caliente, nunca mejor dicho.
Sí, es verdad: el «pescado criado» ha crecido casi un 60% en todo el mundo. Eso va a amortiguar el golpe, pero la reconversión industrial que va a acontecer en las costas de todo el mundo va a ser histórica y no parece que estemos preparados para ese debate.
Y esa es la peor parte. El punto de la historia de Foster Wallace de la que hablaba al principio, no era presentarse como el pez viejo y sabio que les iba a explicarle a los peces jóvenes qué es el agua. Nada de eso. El punto era «simplemente que las realidades más obvias e importantes son con frecuencia las más difíciles de ver y sobre las que es más difícil hablar».
Por eso la historia de los peces jóvenes es tan buena, porque para nosotros el mar también es algo sobre lo que no sabemos hablar. Y es hora de que aprendamos.