Cada familia es un mundo. Y hay historias familiares que son más intrincadas, oscuras y sorprendentes que la mejor de las novelas. La de los Galvin, una numerosa familia estadounidense del siglo XX, es una de ellas: doce hermanos, seis con esquizofrenia y un “horror silenciado” por sus padres que incluyó un sinfín de violencia, abusos sexuales, suicidios y homicidios.
En Los chicos de Hidden Valley Road, el escritor y periodista estadounidense Robert Kolker vuelca cientos de horas de investigación y de entrevistas con los miembros de la familia Galvin y sus vecinos, amigos, familiares, profesores, terapeutas y médicos para contar esta insólita historia real con un ritmo atrapante que oscila entre el thriller y la novela médica.
“El discurrir del siglo de los Galvin corre paralelo al de los Estados Unidos de Norteamérica: sus padres, Don y Mimi, nacieron justo después de la Gran Guerra, se conocieron durante la Gran Depresión, se casaron durante la Segunda Guerra Mundial y criaron a sus hijos durante la Guerra Fría”, escribe el autor en la introducción de Los chicos de Hidden Valley Road, editado por Sexto Piso.
Pero la de los Galvin no fue simplemente una curiosa historia familiar: la “maldición de la familia” se convirtió en la piedra angular de la investigación del Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH por sus siglas en inglés) sobre el componente genético de la enfermedadgracias a la investigadora Lynn DeLisi.
Escribe Kolker: “Lo más espantoso de la esquizofrenia –y lo que más la distancia de otras afecciones cerebrales– quizá sea lo tremendamente emocional que puede llegar a ser. Los síntomas no amortiguan nada y lo amplifican todo. Son ensordecedores, apabullantes para quien la padece, y aterradores para sus seres queridos: es algo imposible de racionalizar para cualquier persona cercana al enfermo”.
Así empieza “Los chicos de Hidden Valley Road”
Hermano y hermana salen juntos de su casa, cruzan la puerta corredera de cristal de la cocina y acceden al jardín trasero. Forman una extraña pareja. Donald Galvin tiene veintisiete años, los ojos hundidos en la cara, lleva la cabeza afeitada por completo y luce en el mentón la sombra de una incipiente barba desaliñada de aires un tanto bíblicos. Mary Galvin tiene siete años, la mitad de la estatura de su hermano, el cabello rubio platino y la nariz chata.
La familia Galvin vive en Woodmen Valley, una extensión de bosques y granjas encajada entre las pronunciadas pendientes y los altiplanos de arenisca de la zona central de Colorado. Aquel patio trasero huele al dulzor de los pinos, fresco y terroso. Allí cerca, los arrendajos azules y los juncos vuelan disparados por el jardín rocoso donde un azor llamado Atholl, la mascota de la familia, observa y vigila desde una «muda», un recinto que el padre de los Galvin construyó hace años. La pequeña va delante, y así, hermano y hermana dejan atrás la muda de Atholl y ascienden por un pequeño promontorio de rocas cubiertas de líquenes. Bajo sus pies, unas piedras que ambos se conocen de memoria.
Entre Donald y Mary hay otros diez hermanos: una prole de doce Galvin en total, suficientes como para montar un equipo de fútbol, como le gusta bromear a su padre. Los demás se han buscado excusas para mantenerse tan lejos de Donald como sea posible. Los que no tienen edad suficiente para marcharse a vivir a otra parte se han ido a jugar al hockey, al fútbol o al béisbol. La hermana de Mary, Margaret –la única niña, aparte de ella, y la más próxima en edad a la pequeña–, podría estar con las hijas de los Skarke, en la casa de al lado, o calle abajo, con los Shoptaugh, pero Mary, que todavía va a segundo curso, no tiene más sitio adonde ir después de clase que su propia casa, y no hay nadie que cuide de ella salvo Donald.
Todo en Donald desconcierta a Mary, empezando por la cabeza afeitada y siguiendo con la prenda que más le gusta vestir a su hermano: una sábana de color teja que luce a la manera de un monje. En ocasiones completa el atuendo con un arco de plástico y una flecha con los que antaño jugaban sus hermanos pequeños. Llueva o truene, Donald se pasea por el vecindario así vestido, un kilómetro tras otro, durante todo el día hasta después del anochecer: baja por Hidden Valley Road –el «Camino del Valle Escondido», su calle sin pavimentar–, deja atrás el convento y la vaquería de Woodmen Valley y con tinúa por los arcenes y las medianas de las carreteras. Suele detenerse ante los terrenos de la Academia de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, donde trabajaba su padre tiempo atrás y donde muchos fingen ahora no reconocerlo.
Más cerca ya de su casa, Donald se ha detenido a montar guardia mientras los niños juegan en el patio de la escuela local de primaria y, con ese tono suave de voz que tiene, de cadencia casi irlandesa, anuncia que él es el nuevo maestro de aquellos críos, y no deja de hacerlo hasta que el director del colegio exige que se lo lleven de allí.
En esos momentos, Mary –alumna de segundo– se lamenta más que nunca de que su universo sea tan pequeño que todo el mundo sabe que Donald es su hermano. La madre de Mary está ya muy acostumbrada a este tipo de situaciones y se las toma a broma, se comporta como si no hubiera nada raro en ello. Cualquier otra reacción equivaldría a reconocer que carece de control real sobre la situación, que es incapaz de entender qué está sucediendo en su casa y que es menos capaz aún de saber cómo detenerlo.
A Mary, por su parte, no le queda otra que mostrarse impasible ante Donald, no reaccionar en absoluto. Se da cuenta de que sus padres están muy encima de todos sus hijos, de que les siguen la pista de cerca en busca de señales de advertencia: a Peter con su rebeldía, a Brian con sus drogas, a Richard con sus expulsiones, a Jim buscando pelea, a Michael cuando desaparece por completo. Si Mary se queja, se echa a llorar o muestra la más mínima emoción, estaría enviando a sus padres el mensaje de que tal vez a ella también le pasa algo malo. Y lo cierto es que los días en que Mary ve a Donald en vuelto en aquella sábana son mejores que algunos de los otros.
A veces, después de clase, regresa a casa y se lo encuentra enfrascado en algún tipo de actividad que solo él comprende, como sacar de la casa todas y cada una de las piezas del mobiliario y trasladarlas al patio, o echar sal en el acuario y envenenar a todos los peces. En otras ocasiones, Donald está en el cuarto de baño, vomitando su medicación: el Stelazine y el Thorazine, el Haldol, el Prolixin y el Artane. A veces está sentado en mitad del salón en silencio, completamente desnudo. Otras ha venido la policía porque su madre la ha llamado después de que se desataran las hostilidades entre Donald y uno o varios de sus hermanos.
Sin embargo, la mayoría de las veces se encuentra a un Donald obsesionado con temas religiosos. Dice que san Ignacio le otorgó el título de Teología y Ejercicios Espirituales, y se pasa buena parte del día recitando a pleno pulmón el credo niceno, el padrenuestro y una lista confeccionada por él mismo y que denomina «la Santa Orden del Sacerdocio», cuya lógica tan solo él conoce. «D. O. M., benedictinos, jesuitas, Orden del Sagrado Corazón, la Inmaculada Concepción, María, María Inmaculada, congregación de los Padres Oblatos, la familia May, padres dominicos, el Espíritu Santo, franciscanos del convento, Una Santa y Universal, Apostólica, Trapense…».
Para Mary, aquellos rezos son como el goteo de un grifo que no se detiene jamás. «¡Para ya!», le grita ella, pero Donald nunca cesa, y apenas hace las pausas justas para que le dé tiempo a respirar. La niña ve lo que hace su hermano como una forma de reprender a su familia entera, pero por encima de todo a su padre, fervoroso católico. Mary idolatra a su padre tanto como lo idolatra el resto de sus hermanos, incluso Donald antes de enfermar. La pequeña siente envidia cuando ve a su padre, cómo entra y sale de la casa cuando quiere, y piensa en la sensación de control de la que él disfrutará, seguramente, a base de trabajar tanto a todas horas. Lo necesario para no poner un pie en aquella casa.
Y para ella, lo más insoportable es la forma en que su hermano la señala: no porque Donald sea cruel, sino porque es amable, incluso tierno. Su nombre completo es Mary Christine, y su hermano Donald ha decidido que ella es María, la santa madre de Cristo. «¡Que no soy yo!», exclama Mary una y otra vez, y piensa que le está tomando el pelo. No sería la primera ocasión en que uno de sus hermanos ha intentado burlarse de ella, pero Donald habla tan en serio, de una manera inconfundible –tan ferviente, tan reverencial–, que solo sirve para que Mary se enfade más todavía. Él la ha convertido en el exaltado objeto de sus oraciones y la ha arrastrado a su universo, que es el último lugar donde ella desearía encontrarse jamás.
La idea que se le ocurre a Mary, la solución al problema de Donald, es una respuesta directa a la ira que siente por dentro. Se ha inspirado en una de las películas de romanos que ve su madre de vez en cuando en la televisión. Es una idea que comienza con una Mary que dice: «Vamos al montículo», y Donald lo acepta; todo sea por la Sagrada Virgen. Continúa cuando Mary sugiere que construyan un columpio en la rama de un árbol. «Nos llevamos una cuerda», dice la niña, y Donald sigue sus instrucciones. Concluye en lo alto de aquel montículo, donde Mary elige un árbol, uno de entre los muchos pinos altos, y le dice a Donald que le gustaría atarlo al tronco. Donald dice que sí y le entrega la cuerda.
Aunque Mary revelase a Donald su plan –quemarlo en la hoguera como a los herejes de las películas–, seguro que él no reaccionaría en absoluto. Está demasiado ocupado rezando. Allí de pie, se aprieta contra el tronco del árbol perdido en el hilo de su propia salmodia mientras Mary va dando vueltas al tronco con la cuerda, rodeándolo con ella y apretándola hasta que se convence de que su hermano no va a poder soltarse. Donald no se resiste.
Ella se repite que nadie lo va a echar de menos cuando no esté… Y que nadie sospechará de ella tampoco. Va a buscar yesca y regresa con brazadas de palos y ramitas que deja caer a los pies descalzos de su hermano. Donald está preparado. Si Mary es realmente quien él asegura que es, no se resistirá. Se le ve tranquilo, paciente, amable. Donald la adora.
Pero en este día de hoy, Mary solo va en serio hasta cierto punto. No ha traído cerillas ni tiene forma de encender un fuego, y hay algo que es de una crucial importancia: que ella no es como su hermano. Mary es una persona sensata, con la cabeza bien anclada en la realidad, y está decidida a demostrárselo no solo a su madre, sino a ella misma, aunque sea lo único que haga.
Así que abandona su plan. Deja allí a Donald, en el montículo…, y allí se queda él, de pie, inmóvil, rodeado de moscas y de pulsatilas, y rezando durante un largo rato. El tiempo suficiente para que Mary disfrute de unos momentos para sí, pero no tanto como para que Donald no regrese de allí jamás.
Quién es Robert Kolker
♦ Nació en Maryland, Estados Unidos.
♦ Es escritor y periodista.
♦ Ha publicado en medios como The New York Times Magazine, Wired o Bloomberg Businessweek.
♦ Ha publicado los libros Lost girls, también adaptada al cine, y Los chicos de Hidden Valley Road.