Así nació la teoría física más perfecta jamás creada

La teoría cuántica nació un 14 de diciembre de 1900, cuando el alemán Max Planck presentaba el resultado de una investigación sobre un oscuro fenómeno, tanto en lo que significaba para la física de la época como en el nombre: la radiación de cuerpo negro. En física un cuerpo negro es un radiador ideal: absorbe toda la energía que le llega y, por tanto, su apariencia es negra. Después, esa energía la emite de una forma muy particular. El problema era que desde 1859 nadie había encontrado una fórmula que lo explicase. Algunos científicos, como Wilhelm Wien en 1896, habían encontrado fórmulas aproximadas, pero nadie había dado con la solución exacta.

Una tarde de octubre de 1900, Planck recibió la visita de un colega llamado Rubens, que había estado trabajando en el problema. Tras marchar Rubens, Planck se sentó y pocas horas después había obtenido una fórmula que reproducía fielmente los resultados experimentales. Ahora bien, una cosa es encontrar una fórmula simplemente ajustando los datos a una curva teórica y otra muy distinta es deducirla de primeros principios.

Planck estaba obsesionado por derivar la fórmula de las teorías físicas al uso. Trabajó intensamente y, al final, se dio cuenta de que únicamente podría deducirla si suponía algo que hasta entonces era impensable: Debía renunciar a la física clásica y admitir que la materia no absorbe ni emite energía en forma continua. “Fue un acto de desesperación porque había que encontrar una interpretación teórica a toda costa”.

Cuantos de energía

Imaginemos una manguera en cuya boca se ha puesto un pulverizador de agua. Por desgracia, nuestro pulverizador ideal no puede ir troceando las gotas de agua indefinidamente. Cuando llegue a la molécula de agua no podrá seguir. Del mismo modo, la idea de Planck era que la materia no podía absorber ni emitir radiación en cantidades cada vez más pequeñas, sin límite alguno. Existe una cantidad mínima de energía por debajo de la cual no se puede bajar: el cuanto.

Además del cuerpo negro, otro de los fenómenos que carecían de explicación era el efecto fotoeléctrico. Todos lo hemos visto funcionar en puertas y escaleras mecánicas. Su funcionamiento es bien simple. Cuando incide luz con una energía determinada sobre un tipo de metal característico, éste emite un electrón. La física clásica era incapaz de explicar correctamente este fenómeno, pero en 1906 un joven y oscuro físico llamado Albert Einstein publicaba un artículo que le valdría el premio Nobel. Su propuesta era aún más audaz que la de Planck: no sólo la materia emite y absorbe energía en forma cuantizada, sino que la misma energía está cuantizada. De hecho, el efecto fotoeléctrico queda completamente explicado si se supone que la luz está compuesta por diminutas partículas que bautizó con el nombre de fotones.

A principios de siglo la situación en la física estaba cambiando a marchas forzadas. Atrás quedaban las palabras del físico Philipp von Jolly cuando en 1874 le decía a un adolescente Max Planck: “la física es, esencialmente, una ciencia completa; pocos desarrollos futuros podemos esperar de ella”. Tan fallida profecía demuestra que los científicos no son especialmente hábiles a la hora de predecir por dónde discurrirán sus respectivas disciplinas…

Una revolución en ciernes

Los últimos años del siglo XIX trajeron los rayos X, la radiactividad y los átomos. Todos ellos, y en especial estos últimos, traían de cabeza a bastantes científicos. Por un lado estaban los espectros atómicos, las huellas dactilares de los diferentes elementos químicos, que no había forma de explicar su origen. Por otro lado, en 1909 el neozelandés Enrst Rutherford demostraba que el átomo estaba compuesto por un núcleo muy pequeño, que contenía prácticamente la totalidad de la masa del átomo, con los electrones dando vueltas a su alrededor. Ahora bien, según la física del momento, los electrones tenían que perder energía y acabar cayendo sobre el núcleo. La materia no podía existir, pero ahí estaba.

Este lamentable estado de cosas fue parcialmente resuelto por un brillante danés llamado Niels Bohr. En 1913 propuso que los electrones no pueden dar vueltas alrededor del núcleo en la órbita que quieran, sino en unas ya prefijadas. Aún más. Para pasar de una órbita a otra el electrón debe absorber o emitir –eso depende de si se aleja o se acerca al núcleo- un fotón de luz que tenga exactamente la misma energía que requiere el cambio de órbita. De este modo se pudo explicar el espectro del átomo más sencillo, el hidrógeno.

Física

La publicación del artículo de Bohr marcó el principio del fin de la visión clásica del mundo. Pero lo peor estaba por venir. Einstein había demostrado que la luz presentaba dos naturalezas: corpuscular, como los balines disparados en una feria, y ondulatorio, como las olas de un estanque. En 1924 el francés Louis de Broglie afirmó que los balines no tenían por qué comportarse siempre como balines; también podía comportarse como las olas del estanque.

Ondas de materia

A comienzos de la década de los 20, un físico de la Bell Telephone, Clinton Joseph Davisson, que se dedicaba a bombardear cristales de níquel con electrones, observó algunas regularidades en cómo se esparcían los electrones por la superficie del cristal, pero no supo comprender la importancia de lo que observaba.

La materia

Fue una tesis doctoral quien arrojó luz sobre el asunto. De Broglie, conocedor de los trabajos de Einstein y Bohr, propuso que a los electrones habría que darles una naturaleza ondulatoria. Con esta revolucionaria idea en la mano, De Broglie pudo explicar, en función de fenómenos estrictamente ondulatorios, las órbitas permitidas de Bohr para el átomo. Tres años después, Davisson repetía sus experimentos junto con un colega más joven, Lester Halbert Germer: la curiosa distribución de los electrones sólo era explicable si se comportaban como ondas.

El siguiente paso lo dio en 1925 otro joven físico: Werner Heisenberg. Creía que la idea de los electrones orbitando alrededor del núcleo estaba fuera de lugar; nadie los había visto. Lo único que realmente se veía eran los fotones emitidos por los electrones al cambiar de “órbita”. Luego esto era lo único que había que tener en cuenta. De este modo Heisenberg creó un esquema matemático conocido como mecánica matricial, con la que fue capaz de reproducir los resultados de la vieja teoría cuántica. Casi al mismo tiempo, otro alemán, Erwin Schrödinger, ofreció una formulación matemática a las ondas de De Broglie: nacía así la mecánica ondulatoria, la herramienta básica de los físicos teóricos. A Heisenberg no le gustaba nada pues hacía suponer que esas “ondas” existían realmente. Sería Max Born quien demostraría que no eran más que artilugios matemáticos empleados para calcular la probabilidad de encontrar un electrón en una región del espacio. Es más, Paul A. M. Diracdemostró que tanto Heisenberg como Schrödinger tenían razón: sus dos formulaciones eran maneras equivalentes de representar lo que desde entonces se conoce como mecánica cuántica. Olvidémonos de la imagen “planetaria” del átomo de Bohr: un núcleo central alrededor del cual dan vueltas los electrones. Ni sustituyamos las bolitas por ondas. El átomo se concibe como un núcleo rodeado de una nube electrónica –el equivalente al electrón clásico–. Nadie puede saber dónde se encuentran los electrones ni cuál puede ser su trayectoria; únicamente se sabe que la probabilidad de encontrarlo es proporcional a la densidad de la nube.

La ruptura con el mundo clásico, el mundo que ven nuestros ojos, se hizo ya definitiva. La mecánica cuántica proponía una visión totalmente probabilística del mundo: el balín no está en un determinado lugar, sino que hay una cierta probabilidad de que esté allí. De hecho, es posible encontrarle en cualquier lugar del universo. Un alto precio por querer comprender los secretos de la materia.