La primera queja por el ruido de la historia, como contaba Bianca Bosker, aparece en el Poema de Gilgamesh. Es decir, se escribió hace 4.000 años de antigüedad y no tiene desperdicio. En el poema, uno de los dioses, harto de no poder dormir por las noches por el jaleo que arman hombres y mujeres, decide exterminar a la humanidad.
Hace 4.000 años no sé si era excesivo, pero teniendo en cuenta todo lo que sabemos ahora sobre el ruido… parece una decisión bastante proporcionada.
Una (otra) epidemia del mundo moderno. Aunque es muy difícil saber si realmetne el mundo se está haciendo más ruidoso que antes, hay indicios reveladores que nos hacen pensar que sí. Por ejemplo: en 1912, las sirenas de bomberos tenían que sonar a entre 88-96 decibelios (medidos a tres metros de distancia). En 1974, ya habían subido a 114 y en los últimos años están en los 123.
De hecho, que el ruido se ha convertido en una nueva epidemia, no lo discute ya nadie. Durante años, se han ido acumulando evidencias que muestran sus efectos lamentables en el sistema cardiovascular y que es «uno de los principales determinantes ambientales de la salud pública». Sin embargo, el descubrimiento de su impacto del cerebro ha sido el gran olvidado. Y es un error. Un error colosal.
Un enemigo secreto y contraintuitivo. Hace un par de años, Joshua T. Dean daba una de las claves de este olvido. Y es que el ruido afecta a la cognición, pero no al esfuerzo. Es decir, trabajamos lo mismo, pero somos menos productivos. Según Dean, un aumento de 10 db en el ruido (el ruido que provocan un lavavajillas o una lavadora) reduce la productividad en un 5 %. Es un impacto sutil, pero que (como dice Ethan Mollick) destruye en secreto nuestro trabajo.
Al fin y al cabo, por lo que sabemos, el ruido nos hace cometer más errores, nos hace perder el foco y perjudica el trabajo detallado. Esto, aunque suena contraintuitivo, parece ser así también con la música que (independientemente de que sea instrumental o esté en otro idioma) solo funcionaría ‘bien’ para tareas sencillas.
Como señalan algunos estudios, esto puede verse ensombrecido porque el ruido moderado parece que sí es útil para mejorar la creatividad. Esto hace que en tareas mixtas (que requieren un trabajo en detalle, pero también un componente creativo) lo que se pierde por un lado, se gane por el otro.
Pero el problema va más allá. Mucho más allá, de hecho. A pesar de que, como decíamos, es un área de investigación relativamente nueva, «cada vez más investigaciones y pruebas concluyentes demuestran que la exposición al ruido […] puede afectar el sistema nervioso central y el cerebro». Los mecanismos aún se discuten, pero las consecuencias parecen claras.
Como nos dice Maite Bayo que ha trabajado durante años este tema en la Universidad de Mainz, en «un mayor riesgo de trastornos neuropsiquiátricos como los accidentes cerebrovasculares, la demencia y el deterioro cognitivo, los trastornos del neurodesarrollo, la depresión o el trastorno de ansiedad».
¿Y, entonces, qué hacemos? Lo primero es ser muy conscientes de lo que tenemos entre manos. Con estos datos, ganan mucho peso herramientas contemporáneas como la cancelación activa de ruido. Sobre todo cuando tenemos que realizar tareas que requieren atención al detalle. También podemos pensar en los usos que se le puede dar a la ‘relación’ entre el ruido moderado y la creatividad.
Sin embargo, no está de más levantar la mirada y empezar a ‘defendernos del ruido’. Tanto a nivel personal, como a nivel social. Cuando Bayo nos dice que el ruido es un problema de salud pública, nos está diciendo que hay que «reforzar los esfuerzos que promueven estrategias de mitigación y prevención».
Que nos lo deberíamos tomar mucho más en serio, vaya. Y es que, como decía William H. Stewart en 1978, «llamar al ruido una molestia es como llamar al humo un inconveniente».