Como en toda rama de conocimiento, en la astronomía hay multitud de mitos y de concepciones erróneas que se repiten constantemente, tanto que cualquier personas que no esté especializada en el tema asumirá que son ciertos. También habrá ideas que la cultura popular nos hace creer pero que no resultan ciertas. Por ejemplo, estamos tan acostumbrados a representar el concepto de noche con una imagen de la luna o a relacionar la presencia de la luna con la noche que mucha gente se sorprende al saber que nuestro satélite también puede verse durante el día. Por supuesto cuando comparte el cielo con el Sol pierde protagonismo, pues no destaca tanto en comparación con el astro rey, pero sin duda aparece durante el día y comparte espacio con el Sol, como ocurre de hecho durante los eclipses solares.
También es bastante popular la idea de que la estrella polar es la más brillante del cielo y que por eso se ha utilizado durante siglos en la navegación o en la orientación terrestre. Sin embargo, aunque Polaris es una estrella bastante brillante, hay decenas de estrellas que la superan y su importancia no ha estado marcada por su brillo si no por su posición. Al situarse justo sobre el polo norte terrestre, apunta en dirección norte y durante la noche no gira con el resto de la bóveda celeste, pues ocupa precisamente la posición del eje de rotación.
Uno de los mitos más extendidos y malinterpretados es el de que las estrellas que vemos en el cielo nocturno murieron hace mucho tiempo y que solo las vemos brillar porque su luz ha necesitado un largo periodo de tiempo para llegar hasta nosotros. Esta segunda parte es cierta, aún viajando a la velocidad de la luz, los fotones emitidos por las estrellas tardan mucho tiempo en alcanzarnos. Partiendo desde la estrella más cercana tardarían algo más de 4 años y desde Andrómeda, nuestra vecina galáctica, más de 2 millones de años. Eso significaría (simplificando) que vemos la estrella como era hace 4 años y la galaxia como era hace 2 millones de años, cuando la luz que nos llega ahora fue emitida.
Sin embargo, esas estrellas que vemos a simple vista no suelen haber muerto aún, simplemente porque no han tenido tiempo. Nuestros ojos han evolucionado para funcionar con la cantidad de luz disponible sobre la superficie de la Tierra cuando el Sol la ilumina desde la distancia. Si intentamos circular por ambientes mucho más brillantes o mucho más oscuros, ya no son tan útiles. De los primeros no solemos encontrar, especialmente no de forma natural, pero los segundos nos visitan cada noche o incluso en el interior de una cueva. Una de las diferencias entre un ojo humano y una cámara está en cómo es capaz de procesar la luz que le llega. Para un ojo humano cada fotón, o cada cierta cantidad de fotones, estimulará las células sensibles a la luz situadas en la retina. Esa estimulación ocurrirá en cuanto la célula reciba luz y durará un tiempo, tras el cual la célula podrá recibir más luz. Una cámara por otro lado es capaz de acumular luz durante un largo periodo de tiempo de forma que puede crear imágenes muy nítidas con poquísima luz ambiental, sumando las contribuciones de varios minutos en una sola imagen.
Todo esto tiene como consecuencia que un ojo humano, sin ayuda de binoculares, telescopios u otros dispositivos, podrá ver solo los astros y estrellas más brillantes del cielo, los que sobrepasen un cierto umbral de brillo. Pero por supuesto el brillo aparente de una estrella, el que detectamos desde la Tierra, no solo dependerá de su luminosidad intrínseca sino también de su distancia. Es por eso que solo seremos capaces de ver las estrellas más cercanas. Esto se traduce en que nuestros ojos son capaces de ver, con un cielo despejado y sin contaminación lumínica, unos pocos miles de estrellas, situadas las más lejanas a unos pocos miles de años luz de distancia. Hay estrellas que a pesar de estar increíblemente cerca (relativamente hablando al menos) no somos capaces de ver, porque son especialmente tenues.
Próxima Centauri, la estrella más cercana al Sol, o la estrella de Barnard, la cuarta estrella más cercana, no resultan visibles a simple vista. Las estrellas como el Sol tienen un ciclo vital que dura en torno a los diez mil millones de años y las estrellas menos masivas pueden llegar a vivir 10 y 100 veces eso. Incluso las estrellas más efímeras, las que acumulan masas decenas de veces la de nuestro Sol, tienen vidas que duran alrededor de 100 millones de años entre que se forman a partir de una nube gigantesca de gas y polvo y explotan en forma de supernova. Por esto es poco probable que las estemos observando en algún momento de sus últimos miles de años de vida y es por eso que, en general, no podemos decir que las estrellas que vemos en el cielo llevan muertas mucho tiempo.
Ocasionalmente podrá ocurrir que sigamos viendo una estrella hasta el momento en que explote o muera de alguna otra forma, pero esto resulta increíblemente raro. De hecho, tan solo tenemos constancia de un puñado de supernovas que hayan resultado visibles a simple vista durante los más de 2 000 años que tenemos registros escritos de lo que vemos en los cielos.