Somos lo que contamos que somos. Y, así como podemos modificar el relato que hacemos sobre nosotros mismos, también podemos modificar aquello que nos constituye y nos define. ¿Cómo? El libro Hackea tu mente, de la especialista argentina en neurociencia Millie Gianella Bourdieu.
Después de estudiar esta disciplina por 20 años -la autora tiene una maestría en Neurociencia aplicada al desarrollo personal y profesional, y está certificada en Fundamentos de la Neurociencia y Control Mental- Gianella Bourdieu comparte una “guía a para entrenar tu cerebro y lograr todo lo que te propongas”.
Editado por El Ateneo, Hackea tu mente propone una serie de ejercicios y consejos que permitirán al lector “modificar cualquier hábito, costumbre, reacción o reflexión tan solo aprendiendo a pensar”. Para la autora, la mente es la tecnología más avanzada que pueda imaginarse. Así, plantea una pregunta a quien emprenda la lectura de su libro: “¿Te animas a hackearla?”.
“Hackea tu mente” (fragmento)
En una de mis sesiones personales como coach, me encontré con Blas. Era kinesiólogo. Su profesión le gustaba y estaba muy agradecido por el trabajo que tenía, pero quería hacer una certificación especial que venía desaprobando una y otra vez. Sin embargo, amigos y colegas le pedían ayuda para lograr esto mismo, y la aprobaban.
¿Cómo podía ser que todos pasaran la certificación gracias a él y que él siguiera desaprobando? Ya cansado y sin ganas de seguir intentando, Blas buscaba algo que lo motivara, pero no sabía qué podía ser. Y le recomendaron hablar conmigo.
En unos pocos encuentros, se animó a admitir que era muy bueno en cosas que nada tenían que ver con su profesión y que, si bien esta le gustaba, no tenía más ganas de ejercerla. He aquí el primer motivo por el cual desaprobaba la certificación: falta de interés.
Con un solo ejercicio, se animó a pintar una foto mental. Cuando me la describió, enseguida salió a la luz lo que de verdad quería. Se le iluminó la cara. Su boca se transformó en una sonrisa, la tensión de su postura desapareció y su tono de voz aumentó, así como el ritmo al que hablaba.
Pasaron apenas un par de meses de encuentros y felizmente cerramos nuestra tarea: me contó que había renunciado a su trabajo porque había creado una empresa propia con amigos y colegas. En paralelo, había aceptado ser director de un proyecto que lo entusiasmaba muchísimo. Y, como si fuera poco, se había comprado un auto.
¡Qué felicidad! En especial porque esto sucedió a fines de 2020. El mundo entero en crisis, la depresión invadía a la humanidad, ¡y él logrando transformar su vida en sus sueños!
Ni obvio ni suerte
¿Cuántas veces te encontraste “fallando” en algo simple sin saber por qué? ¿Cuántas veces pensaste que, si ni siquiera podías con eso simple, menos aún con un sueño grande?
Al principio parece raro, y hasta imposible. Difícilmente nos animemos a elegir algo que por lógica consideramos fuera de nuestro alcance. Por eso, siempre recomiendo comenzar con algo pequeño. Tan pequeño que no lo tengamos bloqueado como posibilidad (que es lo que sucede cuando definimos que algo es imposible, porque ni nos lo planteamos), pero lo suficientemente grande como para que “si funciona” nos permita reconocer el resultado y cómo lo creamos, para poder animarnos a ir por más.
Para esto, quisiera que entiendas cómo observar. Si observamos una cierta reacción o situación y nuestra conclusión es que “era obvia”, entonces es tiempo de cuestionárnoslo. El concepto de “obvio” no es una explicación ni una premisa ni una prueba, es una excusa que utilizamos para justificar lo que no sabemos cómo funciona. Sin embargo, cuando algo sucede siempre de la misma manera, como el comportamiento de una persona ante determinadas situaciones, no es obvio sino esperable. Y si empezamos a decir “me lo esperaba”, estamos comenzando a pensar libremente. ¿Por qué? Porque cuando algo nos resulta probable, pero aún consideramos que puede no ser de esa forma (como alguna reacción de una persona muy querida que nos duele), el inconsciente no concibe que el cambio sea imposible, por lo que mantiene la esperanza.
Voy a ejemplificarlo para que se entienda mejor: imaginemos una reacción de nuestros padres que nos decepciona, frente a la que reclamamos un cambio una y otra vez. Podemos entender que nuestros padres son de una determinada forma, pero de todos modos tenemos un dejo de esperanza de que algún día cambien, y por eso continuamos reclamándolo. Sabemos que hay un 99% de posibilidades de que reaccionen como siempre lo hacen, pero ese 1% indefectiblemente nos hará soñar con un panorama distinto, aunque las probabilidades estén en clara desventaja.
Lo que permite esa esperanza de “insensatez” (y lo digo de esta manera porque nadie cambia a menos que quiera hacerlo, por lo que nuestras ganas de que pase son ajenas al suceso) es que entendamos que no era obvio, pero sí esperable. Cuando tenemos algo bloqueado, solo podemos pensar que “era obvio”, y cualquier otra concepción escapa a la realidad. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que pueda pasar otra cosa, aunque siempre puede suceder. Por eso, lo obvio no existe.
Lo mismo sucede con la suerte. La consideramos ajena a nosotros, por lo que un “obvio” justifica perfectamente por qué no la tenemos. Es feo vivir creyendo que no la merecemos, porque no hacemos más que reforzar ese pensamiento de que “no somos dignos”, y allí comienza la bola de nieve mata autoestima. Si no somos dignos de la suerte (algo que no cuesta nada y podría tenerlo cualquiera), menos mereceremos la felicidad, una salud plena, abundancia, prosperidad, libertad, etc.